Una hilera de dientes blanquísimos le sonreía bajo aquella gorra de béisbol. Cuando levantó la gorra en señal de saludo, se quedó hipnotizada con sus ojos, que eran de un color violeta oscuro.
Se sintió intimidada bajo su mirada, escrutada, aunque él no pretendió molestarla. Le pidió disculpas por haber chocado con ella.
Él le besó tímidamente la mano y se ofreció a llevarla adonde quisiera. Aún no tenía todas sus certezas, pero aceptó su ofrecimiento y la llevó al centro, invitándola a tomar un café. Se dio cuenta de que ella no dejaba de mirarle a los ojos. Él le dijo que ese color de ojos se lo debía a su madre, quien lo había educado como un caballero.
-¿Puedo llamarte? -preguntó tímidamente.
Ella le dio su número de teléfono y se despidió un tanto nerviosa. Una semana después, recibió una llamada suya, invitándola a comer en uno de los mejores restaurantes de Madrid. Se vieron al día siguiente; ella iba preciosa con su vestido largo, él llevaba un traje negro con camisa blanca y una corbata que hacía juego con sus ojos.
Él le confesó que aquel choque fortuito no fue tan fortuito, quería entablar una relación con ella, admiraba su forma de ser y la había estado siguiendo con el único deseo de encontrarse de frente con ella. La amaba desde que la vio en el metro. Ella no supo qué decir, pero aceptó. Sus enigmáticos ojos eran encantadores y hacían que se sintiera especial.
M. D. Álvarez
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