Su estatus era inamovible, era el mejor de todos y los demás lo sabían, y no le disputaban su liderato.
Se sentía solo en la cumbre, pero era su deber proteger, sin importar los riesgos. Su entereza servía de acicate para espolear a sus compañeros.
Su última misión le hizo comprender que no era bueno estar solo, pero había alguien que velaba por él: su lugarteniente, una preciosa señorita de ojos verdes y cabello rojizo.
Comenzó a fijarse con otros ojos, ella lo protegía de todo peligro y ella también se dio cuenta de que sentía algo por él.
M. D. Álvarez
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