La cena estaba lista: un vino tinto suave, pasta fresca con salsa de tomate y albahaca, y una ensalada de rúcula y nueces. Él había preparado todo con esmero, pensando en cada detalle. La mesa estaba iluminada por velas, creando una atmósfera íntima y cálida.
Ella se despertó poco después, estirándose y frotándose los ojos. Al ver la cena dispuesta, sonrió y se sentó en la silla frente a él. Sus ojos se encontraron, y en ese instante, el mundo exterior desapareció. Solo existían ellos dos.
—¿Qué es todo esto? —preguntó ella, asombrada.
—Una sorpresa para ti —respondió él, acercándose y tomando su mano—. Quiero que esta noche sea especial.
Brindaron con el vino y comenzaron a comer. Las conversaciones fluyeron fácilmente. Hablaron de sus pasiones, sus sueños, y compartieron risas. Cada gesto, cada mirada, era una promesa silenciosa de algo más profundo.
Después de la cena, él la llevó al balcón. La ciudad se extendía ante ellos, las luces parpadeando como estrellas en la distancia. Se abrazaron, sintiendo el latido del corazón del otro.
—¿Qué somos? —preguntó ella, con voz temblorosa.
Él la miró a los ojos, sin titubear.
—Somos dos almas que se han encontrado en medio del caos. No sé qué depara el futuro, pero quiero descubrirlo contigo.
Se besaron, y el mundo se detuvo. En ese momento, no había pasado ni futuro, solo el presente y la promesa de un amor que trascendería el tiempo.
M. D. Álvarez
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