-¿Por qué vienen aquí? rugí, mis cuernos brillando bajo la luna. -Esta montaña no es para los codiciosos ni los débiles.
El líder de los intrusos, un hombre con ojos avivados por la avaricia, se adelantó. -Buscamos el corazón de la montaña", declaró. Dicen que concede deseos.
Mi esposa apretó mi mano. -No podemos permitir que lo encuentren, susurró. -Nuestros hijos dependen de nosotros.
Asentí. La montaña era más que una simple formación rocosa; era un guardián de secretos ancestrales. Si el corazón caía en manos equivocadas, todo estaría perdido.
Guié a los intrusos por pasadizos ocultos, desafiando la gravedad y las trampas mortales. Pero cuando llegamos al corazón de la montaña, encontramos algo inesperado: no era un tesoro, sino un espejo.
El hombre codicioso se miró en él, sus ojos llenos de deseo. -¿Qué deseas? preguntó el espejo.
-Riquezas, respondió él. Poder.
El espejo se rió, una risa fría y sibilante. Tus deseos son vanos. Pero puedo concederte algo más valioso.
El hombre se inclinó, ansioso.
-La verdad, susurró el espejo. -La verdad sobre ti mismo.
El hombre gritó mientras su reflejo se desvanecía, revelando su verdadera naturaleza: un ladrón, un mentiroso, un corazón oscuro.
Miré a mi esposa y a mis criaturas. ¿Y nosotros? pregunté.
El espejo nos mostró nuestras almas: amor, sacrificio, valentía. No necesitábamos riquezas ni poder. Teníamos algo más precioso.
Así que sellamos el espejo y volvimos a la superficie. Los intrusos se fueron, sus deseos rotos.
La Montaña del Diablo seguía siendo nuestro hogar, pero ahora también era nuestro protector. Y yo, con mi piel negra y cuernos blancos, sabía que mi apariencia no importaba. Lo que importaba era lo que llevaba en el corazón.
M. D. Álvarez
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