La sacerdotisa, su musa, era intocable. Su devoción hacia ella era inquebrantable, y su amor, prohibido pero ardiente. No importaba que el mundo los condenara; él la protegería con su vida.
Los cabezillas, los instigadores, eran los primeros en caer. Sus gritos de súplica caían en oídos sordos mientras él los eliminaba uno por uno. La sangre manchaba sus manos, pero no sentía remordimiento. Solo la certeza de que estaba cumpliendo su deber.
El santuario temblaba bajo sus pies mientras avanzaba hacia la sacerdotisa. Ella lo esperaba, su mirada desafiante y su piel marcada por el deseo. No había perdón para los pecadores, pero quizás, solo quizás, había redención en el amor.
M. D. Alvarez .
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