Una furia salvaje lo invadía sin ningún motivo, bueno sí había motivo: estaba bajo el influjo de la luna llena. Sabía que si dejaba salir su ira, no habría quien lo retuviera; esa era su naturaleza indómita.
Aquel día fue especialmente salvaje, pero algo lo frenó en seco: allí, delante de él, había una bebita de ojos azules que lo miraba con una sonrisa de oreja a oreja y extendía sus brazos hacia él.
Incomprensiblemente, no pudo arremeter contra esa preciosidad; algo en su interior se lo impedía. Aquella dulce niñita era su niña bonita y por nada del mundo le haría daño alguno.
Se acercó mansamente, la recogió del suelo y la puso sobre sus hombros, donde la pequeña se agarró de sus puntiagudas orejas de licántropo.
Así, juntos los dos fueron en busca de su madre, a quien había perdido de vista cinco minutos atrás y la buscaba desesperadamente. Sabía que en las noches de luna llena no debía dejarla salir, él estaba de cacería.
Al verlos llegar, supo que algo había cambiado en su compañero, era distinto, era más dulce y tierno con las dos, incluso bajo el influjo de la luna llena.
M. D. Álvarez
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