Adoraba a su pequeña. Había heredado de él su determinación y arrojo, y de su madre la inteligencia y compasión, y unos preciosos ojos verdes.
Por eso, para su cumpleaños, había elaborado el columpio más hermoso de todos, con cuerdas ligeras pero resistentes y un asiento bellamente decorado. Lo colgó de la rama más fuerte del roble que crecía frente a la torre de su castillo, lo suficientemente alejado de la cisterna de agua que abastecía a la ciudad.
Cuando su pequeña vio el precioso columpio, corrió dando traspiés con sus regordetas piernecitas. Aún era muy pequeña y no alcanzaba a subirse, así que le imploró a su padre que la aupara y la empujara.
"¡Todavía eres muy pequeña, tesoro, pero te voy a aupar y te aseguraré con el cinturón de seguridad", dijo su padre.
Su cara se iluminó cuando su padre la subió a tan bello columpio y la empujó despacito para que no se asustara. Fue el día más maravilloso de su pequeña.
M. D. Álvarez
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