Cada cicatriz recibida era un acicate que le espoleaba a seguir luchando por lo que creía justo. Pero un día le ordenaron borrar del mapa una aldea entera, llena de gente jovial, niños y niñas preciosos que no hacían mal a nadie. Entonces se negó, aún sabiendo que negarse a cumplir una órden directa estaba penado con un consejo de guerra.
Los lugareños sabían que aquel gigante podía borrarlos de un plumazo, pero lo recibieron con los brazos abiertos y amplias sonrisas. El castigo por su negativa fue cruel: devastaron la aldea con bombas de napalm.
Él los protegió como pudo, sacando a la gran mayoría de entre las llamas, pero su cuerpo sufrió gravísimas quemaduras. Los aldeanos lo cuidaron con mimo y paciencia mientras se recuperaba de sus quemaduras, el gigante continuo entrenándose para velar por la seguridad de aquellos pobladores.
M. D. Álvarez
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