La catedral era un refugio de hambrientos cuerpos, huesos y demorados; el terror se vislumbraba en su mirada casi sin vida.
Él tenía que salir a buscar alimento. Aunque estaba visiblemente débil, conservaba una chispa de determinación en sus ojos. Se acercó a las grandes puertas de la catedral y, en cuanto se disponía a salir, ella le agarró del brazo y le dijo:
—¿Por qué tienes que ir tú?
—Porque soy el único con el ánimo suficiente como para salir a cazar —refirió él con mesura.
Abrió una de las grandes hojas de la puerta y se deslizó fuera. Hacía un frío atroz, pero se adentró en la gran ciudad, otrora faro de las civilizaciones. La naturaleza había tomado posesión de la ciudad; grandes árboles abrazaban las calles y los animales campaban a sus anchas por doquier. Se situó en aquella gran torre de hierro que todavía conservaba su antaño esplendor, oteó el horizonte y divisó una gran manada de búfalos y cebras que se encaminaban en su dirección.. Cuando las tuvo a tiro de piedra, su cuerpo se transformó en una criatura aterradora que saltó en medio de las dos manadas. Destripó con sus grandes garras a un gran macho de búfalo, destrozó el cuello de otro, tres búfalos y degolló a siete cebras. Con aquellos animales tendría suficiente para pasar el invierno, así que se permitió cazar uno más para su disfrute personal. Aquel macho de cebra era vigoroso, pero no le hizo frente, sino que trató de huir sin conseguirlo. De un gran salto, aterrizó sobre su lomo y, de un gran mordisco, le privó de la vida. Se tomó su tiempo en devorar toda su presa; no estaban los tiempos para desperdiciar ni un ápice de carne. Cuando terminó, se cargó sobre sus anchos hombros las once piezas que se había cobrado.
Volvió a la catedral, dejó las presas delante de la entrada principal y recobró su aspecto humano. Había recobrado su verdadero aspecto: era un chico fornido y apuesto.
Llamo a la puerta y ella le abrió. Cuando lo vio con su anterior aspecto, se adusto, pero él la detuvo y le mostró la caza que había realizado y que, con tan solo comer, había recobrado su apariencia anterior.
Ella abrió las puertas, indicando a los allí reunidos que era hora de comer. Fue un espectáculo verlos salir corriendo y abalanzarse sobre las diez piezas que él se había cobrado, mientras los pobladores de la catedral se alimentaban como criaturas de la noche. Él se había quedado con una presa que le ofreció a su adorada dama. Ella lo miraba con una ternura cautivadora y quiso compartirla con él, pero él rehusó; ya había comido lo suficiente como para pasar el invierno. Así que la invitó a que comiera.
Devoró con delicadeza la tierna carne que él le había ofrecido. Al terminar, su cuerpo se volvió cálido y deseable.
Los pobladores de la catedral notaron los efectos de aquella carne en pocos minutos y dieron gracias al joven que, después de aquel día, se convirtió en su protector y cazador. Con él no volverían a pasar hambre.
M. D. Álvarez
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