Aquel glaciar era el último que quedaba en el otrora reino de hielo. Sus hielos longevos e imperecederos se habían mantenido inmutables e inamovibles cuando el resto de los hielos se había derretido.
Él permanecía guardando en sus gélidas entrañas a la única criatura a la que debía pleitesía: el rey de los hielos, que, sabedor del destino de su amado reino, se sacrificó y formó el gigantesco glaciar que mantenía vivo su mundo.
Mientras su corazón permaneciera frío, el glaciar continuaría creciendo, renovando los hielos derretidos gracias al amor de su rey, que anhelaba a su reina de hielo. Según algunos escritos antiguos, su unión crearía el más maravilloso y extraordinario mundo de hielo. Ella llegará cuando el corazón del rey comience a derretirse.
El tiempo pasó y el glaciar siguió creciendo, su brillo azulino reflejando la luz de las estrellas en las noches más frías. Los habitantes del reino de hielo, ahora dispersos por el mundo, contaban historias sobre el rey y su sacrificio.
Algunos decían que, en las noches más silenciosas, se podía escuchar el latido del corazón del rey resonando a través del hielo, un recordatorio constante de su amor eterno.
Un día que hacía un calor abrasador, el corazón del rey comenzó a derretirse. Al poco de comenzar el deshielo, apareció en el horizonte una hermosa joven de ojos azules y pelo blanco. Se aproximó al cúspide del glaciar. Al llegar a la cima, encontró una cueva oculta, y en su interior, un trono de hielo donde yacía el rey, su corazón aún latiendo con fuerza.
Ella, la criatura más fría, se sentía atraída por el valeroso y sacrificado rey del hielo. Ella había llegado para unirse a él y crear juntos un nuevo mundo de hielos imperecederos, más maravillosos y extraordinarios.
M. D. Álvarez
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