Sería lo más acertado y no debía arrepentirse por ello; conseguiría liberarse y sacarla de ahí. No era un ambiente muy recomendable para ella, y él lo sabía. Por eso, se entregó y así ella no tendría por qué escoger entre delatarlo o sufrir las consecuencias. Sintió el dolor y la duda de ella en aquella intensa mirada.
–Ya está hecho, no hay vuelta atrás, le dijo levantándose. Llevaba las manos arriba, no se resistía, y lo primero que sucedió fue que le propinó un puñetazo al hígado que lo dobló, pero se incorporó y siguió avanzando hasta situarse frente al coronel.
Su rendición tenía un precio: debían liberar a su equipo. El coronel tuvo dudas, pero aceptó la cláusula de claudicación. Al fin y al cabo, tenía a su líder; su equipo no era nada sin la cabeza pensante.
Se lo llevaron ante el estupor de su grupo. Ella estaba aterrada; no comprendían cómo habían llegado hasta aquel punto de no retorno.
Reescrito: El corazón de ella martilleaba en su pecho, un ritmo frenético que resonaba en sus oídos. La habitación giraba a su alrededor, y una ola de náuseas la invadió. No podía creer que todo hubiera llegado a esto.
El coronel observó a su prisionero con una mezcla de respeto y desdén. Sabía que había tomado una decisión arriesgada, pero también era consciente de que aquel líder tenía un valor incalculable. Mientras lo llevaban hacia la sala de interrogatorios, el eco de sus pasos resonaba en los pasillos, como un recordatorio del sacrificio que había hecho.
Ella, al borde del colapso, se quedó atrás, sintiendo cómo el miedo se apoderaba de su pecho. La imagen de él, firme y decidido, se grabó en su mente. No podía permitir que su valentía fuera en vano. Con determinación, decidió seguirlos.
Mientras tanto, en la sala de interrogatorios, él enfrentó al coronel con una mirada desafiante.
—Si piensas que esto terminará aquí, te equivocas —dijo con voz firme—. Mi equipo no es solo un grupo; somos una familia. No descansaré hasta liberarlos.
El coronel sonrió con desdén.
—Eso es lo que quiero escuchar. Pero aquí no se juega a la familia; se juega a la supervivencia. Y tú has puesto tu vida en mis manos.
De pronto, un estruendo resonó en el edificio. Era ella, quien había logrado infiltrarse en las instalaciones. Con un plan audaz en mente y su corazón latiendo con fuerza, sabía que debía actuar rápido.
Mientras tanto, él sentía que el tiempo se agotaba. La incertidumbre era abrumadora. Optó por no esperar, desarticuló sus pulgares y se quitó las esposas. Saltando por encima de la mesa, se abalanzó sobre el coronel, que no lo vio venir. Lo inmovilizó y le quitó el arma.
—Ahora vas a ordenar a tu guarnición que deponga las armas, o esa pared será lo último que veas, dijo con apremio.
—Deponed las armas, es una orden, dijo con una voz chillona al sentir la presión que él ejercía sobre su cuello.
Ella lo estaba esperando cuando lo vio salir; su alegría se manifestó con una esplendorosa sonrisa. Corrió hacia él, sabía que era insustituible. Aunque se entregara, tenía un plan de escape.
M. D. Álvarez