viernes, 28 de febrero de 2025

El reencuentro.

Era un espectáculo verla salir del agua; parecía una sirena con su cabello mojado. Con su bikini rojo, se tendió en la toalla. De pronto, alguien se puso delante de ella.

—Perdona, me quitas el sol —dijo ella sin ni siquiera moverse.

El joven ni se inmutó y permaneció de pie con su tabla de surf.

—Parece que no me has oído —dijo ella con paciencia.

—Sí, te he oído; solo quería cerciorarme de que eras tú —respondió él.

—¿Sí, soy yo...? —comenzó a decir, levantándose. Al verlo, lo reconoció: era su antiguo compañero de universidad con el que había fantaseado todos los años.

—¿Qué fue de ti? Al acabar la universidad, desapareciste —dijo ella con reticencia.

—Me enrolé en los marines y después te busqué, y mira tú por dónde te encuentro en mi playa favorita —dijo él sonriendo.

Tenía aquella maravillosa sonrisa y sus increíbles ojos azules.

—Nunca te olvidé —dijo él, señalándose la espalda. Llevaba un neopreno que tenía bajado hasta la cintura; ella observó un impresionante tatuaje con su nombre entre dos águilas. Ella se ruborizó; sabía que él era un gran chico y la había estado buscando.

Ella se quedó sin palabras, observando el tatuaje con su nombre. El sonido de las olas y el calor del sol parecían desvanecerse mientras sus miradas se encontraban.

—No puedo creer que estés aquí —dijo ella, con la voz temblorosa.

—Siempre supe que te encontraría —respondió él, acercándose un paso más.

Ella sonrió, sintiendo una mezcla de alegría y nerviosismo. Sin pensarlo dos veces, lo abrazó. El tiempo parecía detenerse mientras se fundían en un abrazo que había esperado años.

—¿Te gustaría dar un paseo? —preguntó él, señalando la orilla.

—Me encantaría —respondió ella, tomando su mano.

M. D.  Álvarez 

El desayuno.

El croissant, con sus dos cuernos, embestía salvajemente a la pobre tácita, que estaba guarnecida por una endeble cucharilla, la cual trataba por todos los medios de evitar las acometidas del furioso croissant. 

Este decía: "Yo no soy el desayuno de nadie, y menos empapado en ese aguachirri".

La táctica de la cucharilla no era fácil, pero con cada embestida del croissant, ella hacía lo posible por esquivarlo, saltando ágilmente de un lado a otro. "¡No puedes simplemente decidir tu destino, croissant!", exclamó con determinación. "El desayuno es un arte, y tú eres la estrella del plato!"

El croissant, sorprendido por la valentía de la cucharilla, se detuvo un momento. "¿Una estrella? ¡Yo solo quiero ser libre! No quiero ser bañado en café o arruinado por mermelada. Quiero explorar el mundo más allá de la mesa del desayuno."

La cucharilla, sintiendo que había encontrado un aliado en esta lucha contra los estereotipos culinarios, respondió: "Entonces, ¿por qué no hacemos un trato? Te ayudaré a escapar de este destino, pero tendrás que prometerme que no te dejarás consumir sin haber vivido una aventura."

El croissant pensó por un momento y finalmente asintió. "Está decidido. ¡Juntos iremos a conocer mundo.!"

M. D.  Álvarez 

jueves, 27 de febrero de 2025

La ausencia imprevista..

Su auténtico delito fue amarla demasiado, con una pasión irrefrenable e indestructible, y ella lo anhelaba todas las noches. 

Cuando se ausentaba, ella no lograba conciliar el sueño y deseaba que él la poseyera con ternura y cariño. 

Sin él no puede vivir, él lo sabía, y aquella vez no pudo avisarla de que tardaría una semana en volver. Pero lo que no pudo prever es que ella lo cambiara por un veinteañero del tres al cuarto. 

Cuando los vio retozar en su cama, supo que aquel solo había sido un desliz, porque en cuanto lo vio, le suplicó perdón, que él era el único al que amaba. Sin su tacto sobre su piel, no se sentía deseada. 

Él echó sin contemplaciones al jovencito que, con cara de susto, abandonó la vivienda. La quería demasiado y la perdonó en cuanto la acarició con ternura, besándola plácidamente.

Mientras sus corazones se reconciliaban, ella prometió no volver a buscar en otros lo que solo él podía darle. 

Él, con una sonrisa suave, acarició su rostro y dijo:

—Siempre serás mi hogar.

Y así, entre susurros y caricias, reconstruyeron su amor, más fuerte y sincero que antes.

M. D. Álvarez

La gárgola

Ella era estudiante de Artes Visuales con orientación en Escultura. Su pasión eran las gárgolas; había visto un bloque de caliza donde solo ella podía ver una escultural gárgola con forma de hombre lobo. Sus formas musculosas y atléticas serían su trabajo de fin de carrera. 

Cuando concluyó su obra, se sintió tentada a besarlo; era perfecto. Se fue a dormir y soñó con su creación, que tomaba vida y la poseía plácidamente, lamiendo todo su cuerpo con ternura. Súbitamente, se despertó y fue corriendo a su taller; no estaba, había desaparecido.

Se sintió avergonzada por tener pensamientos libidinosos sobre su obra, pero deseaba encontrar su gárgola. Desesperada por encontrarlo, decidió regresar al taller al amanecer. La luz del sol se filtraba a través de las ventanas, iluminando su obra con un brillo cálido. La caliza, aún fresca, parecía susurrarle secretos anhelantes. Se acercó al lugar donde estaba la hermosa figura en la que había trabajado, y el eco de sus sueños la envolvió.

Esa noche, exhausta pero emocionada, se quedó dormida en el taller. En sus sueños, vio a su gárgola materializarse ante ella, tan real como nunca antes. Esta vez, no solo la miraba; extendía sus brazos y la envolvía en un abrazo cálido. Ella podía sentir el latido de su corazón tallado en piedra, y en ese instante comprendió que había creado algo más que una escultura: había dado vida a su deseo más profundo.

Al despertar, sintió una mezcla de tristeza y esperanza. Pero cuando abrió los ojos, allí estaba él: su gárgola, no solo como una figura esculpida, sino con un brillo en sus ojos que reflejaba su propia pasión y anhelo. Ella sonrió, comprendiendo que no era solo una obra de arte; era parte de ella misma.

Decidió que no podía dejarlo ir nuevamente. Así que lo abrazó con fuerza y le susurró: "No te perderé otra vez". En ese momento mágico, ambos se sintieron completos: ella como artista y él como su creación viviente.

M. D. Álvarez 

miércoles, 26 de febrero de 2025

Mancha solar.

Aquel día hacía más frío de lo normal y eso que el sol estaba en todo lo alto. Ella lo notó y se estremeció de frío. Él le puso su chaqueta e instaló el telescopio. 

Fue una sorpresa; nada más enfocarlo en dirección al sol, apareció aquella gigantesca mancha solar que abarcaba un cuarto de nuestra estrella. 

Los dos se miraron perplejos; eso solo podía significar la cuenta atrás de la destrucción de la Tierra. 

Él la abrazó tiernamente, sabedor de que les quedaba poco tiempo para hacer todo lo que desearan, así que la tomó de la mano y se la llevó a los lugares favoritos de ella, donde disfrutaron de los mejores momentos antes de que los alcanzara la ola polar.

Mientras caminaban por el sendero del parque, cada rayo de sol parecía un regalo preciado. Ella recordó risas compartidas, promesas susurradas y sueños dibujados en el aire. Él se detuvo y miró su rostro, buscando grabar cada detalle en su memoria. 

—Si esto es el final, quiero que sea hermoso —dijo él, tomando su mano con fuerza.

Ella asintió, los ojos brillantes. 

Juntos, se sentaron en su banco favorito, observando el cielo. 

—Siempre serás mi sol —susurró ella.

Y así, abrazados y con corazones entrelazados, decidieron vivir esos últimos momentos como si fueran eternos, dejando que la esperanza iluminara su despedida.

M. D.  Álvarez 

Al otro lado.

Su pérdida lo trastocó todo; su corazón estaba ausente. Sin ella, se sentía perdido y derrotado, sin ganas de vivir. Habían estado juntos tan solo cuatro años, pero fueron los mejores. Disfrutaron de noches apasionadas donde saciaron sus necesidades mutuamente.

Había perdido las ganas de vivir; nada lo ataba a este mundo; solo la mera mención de su nombre le destrozaba. Sus amigos ya no sabían cómo animarle; intentaban sacarlo de su encierro, pero nada lo animaba.

Así que decidió abandonar el hogar donde tanto la amó y se adentró en la selva buscando terminar con su vida para reunirse con su amada al otro lado, donde sabía que lo esperaba anhelante.

Se sentó bajo una ceiba y esperó la muerte; añoraba su tacto y sus caricias. Cuando abandonó este mundo, allí estaba su adorada, su amada, esperándolo con los brazos abiertos.

M. D. Álvarez 

martes, 25 de febrero de 2025

Dulzura.

Su dulce mirada la desarmaba cada vez que hacía una travesura. La última fue de campeonato: se había peleado con un grupo de gamberros que se habían metido con ella. Sabía cómo compensárselo cada vez que llegaba con cortes y magulladuras. Ella lo curaba y lo miraba con suavidad y ternura. Su mirada era dulce y sosegada; transmitía todo lo que sentía por él: lo amaba, lo adoraba, lo veneraba.

Aquella noche fue deliciosa y placentera para los dos.  A  la mañana siguiente, el sol se filtraba por las cortinas, iluminando suavemente la habitación. Él despertó primero, observándola mientras dormía. Su rostro reflejaba paz y serenidad, y no pudo evitar sonreír al recordar la noche anterior.

 Con cuidado, se levantó para no despertarla y fue a la cocina a preparar el desayuno. 
Mientras el aroma del café llenaba el aire, ella se despertó, sintiendo la calidez de los primeros rayos del sol en su piel. Al abrir los ojos, lo vio entrar con una bandeja llena de sus cosas favoritas: tostadas, frutas frescas y una taza de café humeante.

—Buenos días, mi amor —dijo él, colocando la bandeja sobre la cama—. Espero que hayas dormido bien.

Ella sonrió, sintiendo una oleada de amor y gratitud.

—Buenos días —respondió, tomando la tostada—. Todo esto es maravilloso. Gracias por cuidarme tanto.

Él se sentó a su lado, sujetando su mano con suavidad.

—Siempre lo haré. Eres mi todo.

Pasaron la mañana juntos, disfrutando del desayuno y de la compañía mutua. Hablaron de sus sueños y planes, riendo y compartiendo momentos de complicidad. La conexión entre ellos se hacía más fuerte con cada palabra, con cada mirada.

M. D. Álvarez 

La Yeshira

Cuando tan solo era un tierno angelito, la yeshira que lo alimentaba rompió su gran cuerno, que llevó al tierno infante para que lo repusiera. 

El agradecido, por el hecho de alimentarlo, no solo le restauró el cuerpo, sino que lo dotó del poder de donar todo tipo de riquezas al dueño, en este caso, a la yeshira. 

La hermosa criatura continuó alimentando de sus ubres al dulce mancebo, que dócilmente bebía de sus grandes mamas. Así fue creciendo en gallardía y hermosura. 

El joven mozalvete siempre recordó con agradecimiento a su dulce nodriza y llamó a su cuerno "astyeyshira, la dadora de la abundancia".

Él abandonó, al llegar a la madurez, a su adorada ama de cría y se convirtió en un gran héroe que nunca olvidó a su buena yeshira, que siguió ejerciendo de nodriza para los hijos legendarios de su primer bebé de sangre divina.

Con el paso de los años, el héroe, conocido ahora como Adruhal, recorrió vastas tierras, enfrentando desafíos y ayudando a los necesitados. Su fama creció, y muchos acudían a él en busca de ayuda y consejo.

Un día, mientras descansaba en un tranquilo valle, Adruhal tuvo un sueño revelador. En él, la yeshira, su nodriza de antaño, le hablaba desde un lugar lejano, pidiéndole que regresara. Al despertar, sintió una profunda nostalgia y decidió emprender el viaje de vuelta a su hogar.

Al llegar, encontró a la yeshira rodeada de niños, todos ellos hijos de héroes que ella había criado con el mismo amor y dedicación que le había brindado a él. Adruhal se arrodilló ante ella, agradecido por todo lo que había hecho.

La yeshira, con una sonrisa cálida, le dijo: "Mi querido Adruhal, siempre supe que regresarías. Tu corazón es noble y tu espíritu, indomable. Ahora, es tiempo de que tomes tu lugar entre los dioses, pues tu destino es aún mayor."

Con esas palabras, Adruhal ascendió a los cielos, convirtiéndose en una constelación que brillaba con fuerza, recordando a todos la importancia de la gratitud y la generosidad. Y así, la leyenda de Astyeyshira, la dadora de la abundancia, perduró por generaciones.

M. D. Álvarez 

lunes, 24 de febrero de 2025

Corazones en el desierto.

Subidos en sendos camellos, avanzaban lentos pero sin pausa. En su odre apenas quedaba agua para atravesar el desierto. 

Él sabía que uno de los dos debía sobrevivir, así que cedió la poca agua que le quedaba a ella. Cuando su camello cayó, llenó el pellejo con la sangre del animal y bebió sorbos pequeños. 

Luego despiezó el camello y le dio el corazón a ella. Solo faltaban diez kilómetros hasta el siguiente oasis. Cuando llegaron, él llenó sus odres y le cedió el cuero lleno de agua a ella, que, agradecida, bebió sorbo a sorbo mientras él preparaba una pequeña jaima y un fuego donde poder cocinar la carne del camello.

M. D. Álvarez 

Cartas subidas de tono.

Sus abuelos le habían dejado en herencia aquella primorosa cómoda Luis XV, que estaba envuelta en una pátina de misterio.

Antes de sus abuelos, había pertenecido a María Antonieta, esposa de Luis XVI. En la cómoda había un secreter donde habían quedado ocultas, durante siglos, las memorias de la reina guillotinada.

Mis abuelos nunca supieron del gran tesoro que tenían entre manos y, por poco, se me escapa de entre los dedos.

Descubrí el secreter tras hacerle una restauración; había un diminuto cajoncillo cerrado con llave que logré forzar.

Allí descubrí el mayor de los tesoros: unas cartas dirigidas al conde sueco Axel von Ferson.

Las cartas eran fogosas y ardientes, escritas de puño y letra de la reina consorte de Francia y de Navarra.

Su amor era tan fuerte que decidí hacerlas públicas. Eso sí, cerciorándome de ofrecer los beneficios a los descendientes tanto de María Antonieta como de Axel von Ferson..

M. D. Álvarez

domingo, 23 de febrero de 2025

El arco de la creación.

Bajo aquel arco, su unión los haría inmortales, señores del tiempo inmutable, puente entre lo divino y lo humano. La naturaleza de él era salvaje y noble; ella era tenaz e inteligente. 

Él la había buscado por toda la creación hasta que la encontró bajo aquel enigmático arco. Entre dos mundos aislados, dormía plácidamente, etérea y sinuosa. 

Se acercó a ella y, sin poder reprimir su anhelo, la besó dulcemente, despertándola de su letargo. Al verlo a su lado, logró reconocerlo, pues se conocían desde eones anteriores. 

Fueron separados por el orbe oscuro, ya que su amor sellaría el destino de la creación. Se amaban plácidamente, saciando sus anhelos y placeres. Bajo el arco de la creación, concibieron al primero de los guardianes estelares, que lucharía por la herencia de luz de sus ardientes padres, quienes seguían disfrutando de su amor tan largamente deseado.

M. D. Álvarez 

Mató por ella.

Un cuarto de siglo llevaba en este depravado y atosigado mundo, dañino para su existencia; su mera existencia lo hacía blanco de los cazarecompensas avariciosos. 

El único lugar donde se sintió a salvo era cerca de ella, una hermosa campesina. Ella no lo veía como un ser único; lo veía diferente a todos, pero de la misma naturaleza que la nuestra. Todos somos hijos de las estrellas, y a ellas debíamos regresar.


Su pelaje dorado lo hacía único; sus padres, un fiero lobo negro y una loba blanca, le habían dotado de su precioso pelaje dorado, que él solo permitía que ella lo acariciara mientras dormía. Ella lo alimentaba con trozos de carne. Cuando ella no estaba, él se las arreglaba para esquivar a los cazadores y cobrarse una pieza con la que alimentarse. 

Sabía cuándo ella estaba en casa; su olor le avisaba. Pero aquella vez detectó terror en su aroma y salió disparada siguiendo su rastro. La encontró inconsciente y supo que era una trampa.

Buscó las ubicaciones de los cazadores que intentaban darle caza. Los descubrió escondidos en una trinchera oculta en el bosque. Sigilosamente se acercó y saltó sobre ellos, que ni tuvieron tiempo de respirar. Los masacró. Luego fue a recogerla; seguía inconsciente. Ella sintió cómo, dulcemente, la recogía del suelo y la llevaba a su casa.

La dejó sobre la cama y la cubrió con una manta. Se fue de nuevo a la laguna, donde se solía bañar, y limpió su pelaje de los restos sanguinolentos de los cazadores, volviendo con ella. Cuando se despertó y lo vio asomado a los pies de la cama con aquella mirada tan azul, supo que algo había cambiado.

Debían partir; aquel lugar ya no era seguro para ninguno de los dos. Vendrían más cazadores y no dejarían de buscarlo. Ella comprendió y le siguió; había encontrado un lugar alejado de todo y de todos donde nadie los encontraría jamás.  

M. D. Álvarez

sábado, 22 de febrero de 2025

Las Úrsidas.

Le había dicho que trajera ropa de abrigo, ya que en la madrugada refrescaba. Era la noche perfecta; los cielos estaban despejados. 

Él llevó una gran manta suave, un saco de dormir y una parka de abrigo. Ella llevó un termo con café caliente y una chaqueta de abrigo. 

La llevó a un lugar apartado donde la contaminación lumínica no existiera. Tendió la manta; aquella noche era muy especial para los dos. Las urdidas serían una de las mayores lluvias de estrellas. 

Ella se tendió sobre la manta; tiritaba levemente. Él había sido previsor y metió alguna prenda más de abrigo, y le ofreció un forro polar que ella se puso bajo la chaqueta.

La primera no tardó en aparecer, seguida de una avalancha de miradas de estrellas fugaces. Ella adoraba aquellos momentos íntimos y especiales.

Continuará...

M. D. Álvarez 

El pocillo de la abundancia.

Aquel pequeño pocillo encerraba un misterio increíble. Cada vez que alguien llenaba el calderito y lo hacía, su contenido no era agua, sino la más deliciosa sopa que iba directamente a las soperas más selectas de la comarca. 

Muchos aldeanos se hicieron con grandes alijos, pues creían que, por su diminuto tamaño, seguramente se secaría pronto y no querían perder la oportunidad de hacerse con pingües beneficios, pues sabían que aquella sopa era la predilecta de las grandes casas.

Sin embargo, el pocillo parecía inagotable. Día tras día, los aldeanos acudían con sus calderitos, y siempre encontraban la sopa más exquisita. Pronto, la noticia del pocillo mágico se extendió más allá de la comarca, atrayendo a curiosos y comerciantes de tierras lejanas.

Un día, un anciano sabio llegó al pueblo. Observó el pocillo con interés y decidió investigar su origen. Tras varios días de estudio, descubrió que el pocillo estaba conectado a una antigua red de manantiales subterráneos, bendecidos por un antiguo hechizo de abundancia.

El anciano reunió a los aldeanos y les explicó su hallazgo. Les advirtió que, aunque el pocillo parecía inagotable, debían usarlo con sabiduría y moderación, pues el hechizo dependía del equilibrio y el respeto por la naturaleza.

Los aldeanos, agradecidos por el consejo, decidieron establecer un sistema para compartir la sopa de manera justa y sostenible. Así, el pocillo continuó proveyendo su deliciosa sopa, y la comarca prosperó en armonía.

M. D. Álvarez 

viernes, 21 de febrero de 2025

El parque 2da parte.

Él se quedó sin palabras, su mente viajando a aquellos días de infancia. Recordaba los juegos en el parque, las risas compartidas y los secretos susurrados bajo el viejo roble. 

—¿De verdad te acuerdas? —preguntó él, su voz apenas un susurro.

Ella asintió, sus ojos brillando con una mezcla de nostalgia y algo más profundo.

—Nunca te olvidé —dijo ella, tomando su mano—. Siempre supe que volveríamos a encontrarnos.

Él sintió una calidez recorrer su cuerpo, como si el tiempo no hubiera pasado. Se acercó un poco más, sus miradas entrelazadas.

—Entonces, ¿qué hacemos ahora? —preguntó él, con una sonrisa tímida.

Ella sonrió, apretando su mano con suavidad.

—Vivamos el presente —respondió—. Y veamos a dónde nos lleva.

Pasaron unos minutos en silencio, disfrutando del helado y de la compañía mutua. El parque estaba tranquilo, con el sol de la tarde bañando todo con una luz dorada.

—¿Recuerdas cuando solíamos jugar a las escondidas aquí? —preguntó ella, rompiendo el silencio.

Él asintió, riendo suavemente.

—Sí, y siempre te encontraba detrás del roble —dijo él, señalando el árbol que aún se erguía majestuoso en el centro del parque.

Ella sonrió, sus ojos llenos de recuerdos.

—Era mi escondite favorito —admitió—. Pero siempre sabías dónde buscar.

Él la miró, sintiendo una conexión profunda que nunca había desaparecido.

—Siempre supe dónde encontrarte —dijo él, su voz llena de sinceridad.

Ella se acercó un poco más, sus manos entrelazadas.

—Y ahora que nos hemos encontrado de nuevo, no pienso dejarte ir —dijo ella, su voz firme pero dulce.

Él sintió una oleada de emociones, su corazón latiendo con fuerza.

—Yo tampoco —respondió él, apretando su mano con suavidad.

Se quedaron así, disfrutando del momento, sabiendo que el destino los había reunido una vez más.

El sol comenzó a ponerse, tiñendo el cielo de tonos anaranjados y rosados. La brisa fresca del atardecer les acariciaba el rostro mientras caminaban juntos por el parque, recordando viejos tiempos y compartiendo nuevas historias.

—¿Qué has estado haciendo todos estos años? —preguntó él, curioso por saber más sobre su vida.

Ella sonrió, mirando al horizonte.

—He viajado mucho —dijo—. He conocido lugares increíbles y personas maravillosas. Pero siempre sentí que me faltaba algo.

Él la miró, sintiendo una conexión aún más fuerte.

—¿Y qué era eso? —preguntó, aunque en el fondo ya sabía la respuesta.

Ella se detuvo y lo miró a los ojos.

—Tú —dijo simplemente—. Siempre supe que tenía que encontrarte de nuevo.

Él sintió una oleada de emociones, su corazón latiendo con fuerza.

—Yo también te he echado de menos —admitió—. Nunca dejé de pensar en ti.

Ella sonrió, sus ojos brillando con lágrimas de felicidad.

—Entonces, hagamos que este reencuentro valga la pena —dijo ella, tomando su mano con firmeza.

Él asintió, sintiendo una nueva esperanza y alegría en su corazón.

—Sí, hagámoslo —respondió él, decidido a no dejar escapar esta segunda oportunidad.

M. D. Álvarez 

El ecosistema.

En el pantano, donde la humedad y el calor sofocante ponían a prueba a todas las criaturas que lo poblaban, él apenas sentía el calor y el sofoco de la humedad. Él era un ejemplar de hombre lobo de los pantanos, el único que controlaba el ecosistema más opresivo y asfixiante: el de los pantanos llenos de manglares, cuajados de criaturas salvajes como caimanes, serpientes, viudas negras y fauna menos peligrosa. Él se encargaba de mantener el equilibrio del ecosistema. 

A pesar de su apariencia temible, el hombre lobo de los pantanos tenía un profundo respeto por todas las criaturas que habitaban su territorio. Conocía cada rincón del pantano, cada sendero oculto entre los manglares y cada escondite de las criaturas más esquivas. Su aguda percepción le permitía detectar cualquier cambio en el ambiente, ya fuera el movimiento sigiloso de un caimán o el susurro de una serpiente deslizándose entre las hojas.

Una noche, mientras la luna llena se reflejaba en las aguas oscuras del pantano, el hombre lobo sintió una perturbación. Algo extraño estaba ocurriendo. Los animales estaban inquietos, y el aire parecía cargado de una energía desconocida. Decidió investigar, moviéndose con la agilidad y el sigilo que solo un ser de su naturaleza podía poseer.

Al llegar a una pequeña laguna rodeada de manglares, vio algo que nunca había visto antes: una figura humana, envuelta en una capa oscura, estaba de pie junto al agua. La figura parecía estar realizando algún tipo de ritual, murmurando palabras en un idioma antiguo y desconocido. El hombre lobo se acercó con cautela, sus sentidos en alerta máxima.

No hace falta que te ocultes, guardián —dijo la figura encapuchada, girándose hacia él. Su rostro, apenas imperceptible, era níveo; el reflejo de la luz de la luna sobre su nácarado rostro le hacía parecer una imagen espectral, casi fantasmagórica. Ella, con un gesto, le dijo que se aproximara. Lo que estaba haciendo en la laguna era un conjuro de limpieza. 

Continuará...

M. D. Álvarez 

jueves, 20 de febrero de 2025

El parque

Él estaba sentado en un banco de un parque con un helado de lima. Los sabores ácidos le encantaban. La vio venir, su corazón se aceleró; no sabía por qué, pero cada vez que la veía se ponía nervioso. 

Ella llegó hasta él, le cogió el helado, le dio un bocado y se lo devolvió. Él sonrió; ella odiaba la lima. 

—¡Buah! ¿De qué es el helado? —dijo ella, visiblemente contrariada.  

—De lima, mi favorito —dijo él, terminándose el helado. Se levantó, fue a la heladería y compró uno de arándanos y vainilla. Volvió y se lo dio—. Tu favorito. 

Ella lo miró incrédula; conocía sus gustos, lo mira sorprendida por su gesto.

 "¿Cómo sabes que me gusta el de arándanos y vainilla?"

 Él se encoge de hombros, fingiendo indiferencia.- "Lo adiviné."

 Ella sonríe, pero hay algo en su mirada que lo inquieta. Se acerca y le susurra. "No tienes que adivinar nada. Te conozco mejor de lo que crees."

Su corazón se aceleró; lo había reconocido. Se acordaba de cuando eran niños.

M. D. Álvarez 

Hormonas hiperdesarrolladas.

Su corta estatura le había granjeado el despectivo apelativo de "bajito". Todos sus amigos habían pegado el estirón hacía tiempo, pero él todavía no. 

Su madre le dijo que no se preocupara, que él era especial; tenía una tasa de crecimiento lenta, pero cuando se desarrollara, sería un hombre apuesto y alto, cerraría las bocas de sus amigos y atraería a las chicas como moscas. 

Sin embargo, a él le gustaba una hermosa joven que se había desarrollado exuberantemente, deliciosa. El chaval comprendió que no todo es belleza y hermosura; también hay nobleza y gallardía, y a él no le faltaba ninguna de las dos. 

Así que aguardó a que su desarrollo se completara y salió al mundo, sintiendo multitud de sensaciones nuevas que recorrían su cuerpo. Sus hormonas estaban hiperdesarrolladas, al igual que su musculatura, altura e inteligencia. 

Sus amigos no lo reconocieron; es más, se enfrentaron a él cuando se iba a dirigir a la voluptuosa joven que todos deseaban, pero ninguno se había atrevido a pedirle una cita. Ella sabía quién era; sus ojos no habían cambiado, su chispa seguía refulgiendo en aquellos bellos y deliciosos ojos azules. 

Le dijo que sí, tendrían una cita, lo que dejó estupefactos a los demás, preguntándose quién era aquel gañán que disfrutaría de las mieles del triunfo con la que todos anhelaban. Él, sí, una explosión de sentimientos inigualables: adoración, deseo, placer, cordura, sensualidad y, por último, una pasión abrasadora que nacía de su gran corazón.

M. D. Álvarez 

El maestro del violonchelo.

La cola de novicias que se estaba formando en el jardín del convento era inusual. Todas esperaban ansiosas la llegada del nuevo maestro de música. Los ecos de su violonchelo habían resonado en sus sueños.

Cuando apareció, su presencia iluminó el lugar. Con una sonrisa cálida, empezó a tocar una melodía suave que hizo vibrar los corazones de las jóvenes. Cada nota era un susurro de libertad, un recordatorio de que la vida estaba llena de belleza más allá de los muros del convento.

—Espero que hayan disfrutado del concierto,— dijo, viendo sus caras de éxtasis. La música las escitaba con cada nota del violonchelo; las elevaba místicamente.

M. D. Álvarez 

miércoles, 19 de febrero de 2025

Los dos rosetones

Aquel humilde mosquito no tuvo ningún reparo en picar a la más bella entre las bellas, y no os lo perdáis en el único sitio que los demás mortales no osaban tocar jamás: en uno de sus turgentes pechos. 

Ella ni se percató; estaba saboreando la dulce ambrosía que su amado se había encargado de recoger. El ambarino fruto, ella se deleitará sin darse cuenta de que aquel vulgar mosquito tocaba lo que su amado todavía no había catado. 

Este, airado al ver los turgentes senos de su amada con dos ronchones, uno en cada pecho, estalló en ira. 

Diciendo: "¡Como pille al malnacido que ha osado picar tan bellas frutas, lo fulminaré!" 

El pobre mosquito no sabía dónde meterse y se posó sobre la mesa, cerca de un frutero con ricas frutas. Allí lo vio el joven ofendido y lo aplastó de un manotazo, que ella aplaudió, pues su amado la deseaba con o sin rosetones. 

Se lanzó a sus fuertes brazos; se amaron allá en los cielos ocultos de los ávidos ojos de todos aquellos que ansiaban ver los hermosos atributos de la diosa más bella de la creación.

M. D. Álvarez 

El angelito.

La cola de novicias que se estaba formando se arremolinaba alrededor de aquella canastilla. Cuando apareció la madre superiora, con gesto firme las apartó y se agachó solo para ver a aquella dulce criaturita.

¡Ábrase, visto! ¿Quién tiene tan poco corazón para dejar a este angelito en medio de la iglesia? El chiquitín las encandiló con su sonrisa angelical y sus ojos azules, los mismos del cura. Él había mantenido relaciones con una novicia; un error que lo llevó a las Américas. Ella, sin embargo, se quedó allí, cuidando del chiquitín en secreto. Nadie sabía quién era la madre; eso le dio la oportunidad de cuidarlo con mucho amor.

M. D. Álvarez 

El claro de luna.

En aquel misterioso bosque lleno de claros, a él solo le interesaba uno, en el que había un resplandeciente estanque que, cada luna nueva, reflejaba sus rayos plateados. Allí era donde ella se bañaba desnuda. Él la deseaba desde aquella vez que la vio furtivamente, pero no se atrevió a acercarse, ya que su apariencia en las noches de luna llena era aterradora. 

Esta noche sería la primera en la que se dejaría ver con su apariencia salvaje. Ella lo descubrió y le invitó a entrar en la laguna bañada con los plateados rayos lunares. 

—¿Sabes quién soy? —le preguntó ella, acercándose al imponente licántropo. 

—Mi dueña —respondió, sumiso y cabizbajo. 

—No te avergüences de mirarme. Eres un precioso ejemplar nacido de la luna y ahora te tomo como compañero —dijo ella, besándole suavemente.

M. D. Álvarez. 

Cama con trampa.

No podía ser tan complicado; solo había que seguir las instrucciones. Se puso a ello, pero en cuanto se dispuso a leerlas, todo le parecía estar en arameo. 

Era un chico muy listo y se guió por los dibujos de las instrucciones, y logró montarlo él solo, solo que le sobraba un tornillo.

No sabía de dónde era, pero lo desechó diciendo que siempre pone uno de más por si se pierde uno.

A la noche, cuando iba a estrenar, la cama con su novia notó cómo se hundían en el colchón y eran absorbidos por un gran agujero de arena que se los tragó. 

Mientras los engullía, se dio cuenta de que el tornillo sujetaba una plancha que cubría un objeto, pero estaba seguro de que cuando lo montó no aparecía aquel objeto que se los estaba tragando.

Él había comprado la cama por catálogo, pues en sus efusivos encuentros sexuales habían desvencijado la anterior cama.  

M. D. Álvarez

martes, 18 de febrero de 2025

Un regalo del pasado.

Siempre se sintió un niño feliz, a pesar de sus limitaciones. Había perdido su brazo derecho cuando tenía 5 años al intentar recuperar un objeto de una trituradora; el objeto era un juguete de una amiguita suya que había sido arrojado por otros niños crueles. 

La pequeña, al ver a su amigo meter la mano, corrió a buscar ayuda, pero cuando llegaron, ya era demasiado tarde; el pequeño ya había perdido el brazo. Lo llevaron de urgencia al hospital. 

Su naturaleza era la de un temerario; por mucho que le decían que no hiciera una cosa, él tenía que probarlo, y la pérdida del juguete le pesó más que la pérdida de su brazo. 

Creció en gallardía, tenacidad y altura. Ella sabía que estaba en deuda con él y le pidió a sus padres que crearan un brazo biónico; el dinero no era problema. 

Un día, apareció en la puerta del apuesto joven, que pareció no reconocerla, pero sabía que era ella; la había estado siguiendo en las redes sociales y había seguido su carrera como matemática, sabía de sus logros y de sus éxitos.

¿Sabes quién soy? —preguntó ella tímidamente.

—Claro que lo sé, eres aquella preciosa niñita que me salvó la vida —dijo él con una amplia sonrisa.

—Te he traído un regalo —dijo ella, visiblemente feliz de saber que la recordaba. Le entregó un paquete de gran tamaño.

Él lo abrió y lo que vio lo dejó maravillado. Ella lamentaba apesadumbradamente la pérdida de su brazo y, junto a los mejores científicos en robótica e hibridación, ideó un implante que se adaptaría al receptor como un guante. 

Sus habilidades y destrezas con un solo brazo serían mil veces mejores con el nuevo implante.

—¿Me ayudas a colocármelo? —pidió él con semblante agradecido.  

Ella le ayudó a ajustárselo y el mecanismo se adaptó admirablemente al muñón; la conexión biónica fue instantánea. Su mano era capaz de coger, mover y sujetar hasta lo más delicado. La tomó de la mano y suavemente besó su delicada mano.  

—No era necesario, pero gracias —dijo él, haciendo una floritura a modo de saludo con su nuevo brazo—. Pasa, te invito a un té —dijo adentrándose en la casa—. Siéntate, estás en tu casa —dijo desde la cocina, mientras él preparaba un té. 

Ella, curiosa, observó los diplomas y fotografías de la casa.  

Poseía el doctorado en ingeniería mecánica por la Universidad de Stanford, un doctorado en mecánica cuántica por la misma universidad, etc. Las fotografías mostraban al niño feliz que siempre tenía una sonrisa para ella; también mostraban su terquedad y tenacidad. Ella esbozó una sonrisa.  

—Siéntate, tenemos mucho en lo que ponernos al día.  

M. D. Álvarez

Amenazas.

Se machacaba todos los días en el gimnasio, forzando al máximo su cuerpo. Tenía que estar preparado contra posibles actos terroristas; su equipo contaba con él. 

Cuando salió del hospital, le esperaba una comitiva donde estaban todos sus amigos, y ella también estaba. 

Sus miradas se cruzaron, reflejando la última vez que se vieron, cuando un comando terrorista se hizo fuerte en el salón de la fama. 

Él y su equipo los sacaron con gases lacrimógenos. Cuando creían que ya estaban todos fuera, oyó un grito; el último la había cogido como rehén. Él utilizó una bomba de humo, los localizó, redujo al terrorista y la sacó de allí sana y salva.  

—¿Estás herido?— le preguntó ella, viendo su camiseta empapada en sangre.  

Justo en ese momento, se desmayó; el terrorista lo había herido, seccionándole la arteria axilar.

Un día, mientras realizaba su rutina de ejercicios, recibió una llamada inesperada. Era ella. Su voz sonaba preocupada, pero también había un tono de urgencia.

—Necesito verte —dijo ella—. Hay algo que debes saber.

Se encontraron en un café cercano. Ella le explicó que había recibido amenazas desde el incidente en el salón de la fama. Alguien estaba decidido a vengarse, y ella temía por su vida.

—No te preocupes —le dijo él, tomando su mano—. No dejaré que te pase nada. Estamos juntos en esto.

A partir de ese momento, él redobló sus esfuerzos, no solo por él mismo, sino por ella. Sabía que la amenaza era real, y estaba decidido a protegerla a toda costa.

M. D. Álvarez 

Aura oscura.

Su semblante oscuro y frío solo deseaba hallarla en la tormenta. Su dulce rostro, otrora angelical, se tornó cenizo y sombrío tras aquel desgarrador suceso, cuando aquellos monstruos mataron a su bebé. 

Él estaba de cacería cuando aquel dramático suceso ocurrió; al regresar, percibió un aura oscura que rodeaba su amable corazón. La vio en las almenas; por mucho que corrió, no llegó a tiempo; ya se había arrojado al vacío con un atronador relámpago de fondo. 

Su adorado cuerpo no fue hallado, por lo que él dio caza a las bestias que arrebataron a su hijo. 

Cada noche de tormenta sube a las almenas, ojeando el horizonte y buscando el anhelado rostro de su añorada dama.

M. D. Álvarez 

La cara oculta de la luna.

¿Qué me diríais si os cuento que en la cara oculta de la luna se encuentra un gigantesco y descomunal arcoíris donde viven hermosas criaturas de luz, entre ellas la más primorosa, la bella durmiente?.

Desde tiempos inmemoriales, los astrónomos y soñadores han mirado hacia la Luna con asombro. Pero pocos conocían la verdad oculta en su cara oscura: un colosal arcoíris, un puente entre nuestro mundo y un reino de luz. Allí, gobernaba la Bella Durmiente, una criatura de una belleza inimaginable, capaz de manipular la energía lumínica.

Sin embargo, esta belleza tenía un precio. La Bella Durmiente había sido encerrada en un sueño eterno por una antigua maldición, y su reino, otrora luminoso, se había sumido en una oscuridad creciente. Las criaturas de luz, atemorizadas, se habían dispersado por el cosmos.

Un joven astrónomo, obsesionado con los misterios lunares, descubre la verdad tras una serie de extrañas señales cósmicas. Intrigado, decide emprender un viaje espacial para encontrar la cara oculta de la Luna y despertar a la Bella Durmiente.

Al llegar, descubre un panorama desolador. El arcoíris se había desvanecido, dejando tras de sí una cicatriz oscura. Las criaturas de luz, ahora sombras retorcidas, lo atacan, revelando que la oscuridad se había infiltrado en su reino.

La Bella Durmiente, sumida en un sueño profundo, yace en el centro de un cráter, rodeada de una energía oscura que la corrompe lentamente. El astrónomo, con la ayuda de las últimas criaturas de luz, debe encontrar una forma de romper la maldición y restaurar la luz en el reino lunar.
Pero la oscuridad tiene otros planes. Una entidad malévola, sedienta de poder, ha aprovechado la debilidad del reino lunar para hacerse con el control. El astrónomo y las criaturas de luz se enfrentan a una batalla épica contra las fuerzas de la oscuridad, una lucha por la supervivencia de ambos mundos.

El joven astrónomo luchó con todas sus fuerzas hasta llegar al lecho oscuro de la bella durmiente y recordó lo que su añorada abuela le dijo un buen día: "todas las maldiciones tienen un punto débil; se rompen bajo un beso de amor verdadero". 

En cuanto la vio, se enamoró perdidamente de ella y le dio un beso de amor eterno que despertó un rubor en su rostro, que fue tomando color según se iba inflamando su hermoso corazón. 

El cráter donde yacía la bella comenzó a lanzar destellos multicolores que fueron destruyendo la oscuridad malsana que cubría la cara oculta. El arcoíris fue restaurado, al igual que las criaturas de luz; tal era el fulgor que el ser malévolo fue borrado de un plumazo.

M. D. Álvarez 

lunes, 17 de febrero de 2025

Un baile tan solo.

Como todos los días, cogió el pequeño estuche, su clip billetero y se enfundó en la cartuchera su Magnum Parabellum. Hoy le tocaba proteger a la joven de ojos verdes y escultural cuerpo. 

Tenían la misma edad y a ella le gustaba que él fuera su guardaespaldas y la defendiera de todos los niñatos que revoloteaban a su alrededor, que solo buscaban acostarse con ella.

Ella ya tenía en mente con quién quería acostarse, pero antes de nada quería ir a bailar a una macrodiscoteca, lo que le obligaría a esforzarse al máximo con los más que babosos moscones que la rondaban. A ella le excitaban las furtivas miradas de desaprobación que él le dedicaba cada vez que incitaba a alguno de aquellos gamberros.

Antes de finalizar la noche, se le acercó sinuosamente y le pidió que bailara para él en un sitio privado. Él era un profesional y no debía mezclar el trabajo con el placer, así que declinó la oferta de la joven, que, airada, le arrojó una copa de champán. Él le dijo que, después de terminar su turno, podría hacerle ese bailecito si lo deseaba. 

—¿Cuándo termina tu turno? —preguntó ella con aire de suficiencia.  

—En media hora —le dijo él con media sonrisa mientras apartaba la manaza de aquel orondo camionero del delicado hombro de ella. Está ocupada, o estás ciego —le espetó, lanzándole una mirada rabiosa.

M. D. Álvarez

Oscuridad eterna

Bajo el subsuelo de aquella dantesca pero enigmática casa había algo aterrador, y solo él conocía los entresijos y recovecos del laberinto subterráneo, lleno de pasadizos sin salida o tapiados con gruesas maderas que, aunque desconchadas, resistían el paso del tiempo. 

Lo sabía por experiencia propia; cuando intentó atravesar una de las paredes tapiadas, se llevó como suvenir unas cuantas astillas clavadas en su fornido hombro. 

Aunque lo que encontró al otro lado de la pared le sobresaltó de sobremanera, haciendo que retrocediera asustado. Sin embargo, la curiosidad le pudo y, al volver a bajar al subsuelo, siguió avanzando por los conductos hasta que llegó al final de aquel intrincado laberinto, donde se encontró frente a frente con una criatura hermosa pero oscura. 

Cuando lo descubrió, se lanzó sobre él, mordiéndole la yugular; no lo desangró del todo, sino que lo convirtió en su eterna pareja.

Os preguntaréis qué había en la habitación que él abrió y que tanto le asustó. Era una sala de torturas donde los incautos que caían en el laberinto eran torturados y desangrados hasta morir a manos de ella, la única criatura oscura que quedaba sobre la faz de la tierra. 

Bueno, ahora somos dos seres oscuros que nos amamos apasionadamente en la oscuridad eterna.

M. D.  Álvarez 

domingo, 16 de febrero de 2025

Los setenta descabezados. 2da parte

A pesar de las palabras de su hermana, la culpa seguía pesando en su corazón. Sabía que debía protegerla a toda costa, pero también entendía que no podía hacerlo solo. Decidió buscar a antiguos aliados, aquellos que habían luchado a su lado en el pasado.

Viajó durante días, enfrentándose a peligros y obstáculos, hasta que finalmente encontró a uno de ellos: un viejo amigo que había dejado la lucha para vivir en paz. Al principio, su amigo se mostró reacio a volver a la batalla, pero al escuchar la historia y ver la determinación en sus ojos, aceptó unirse a la causa.

Juntos, comenzaron a reunir a más compañeros, formando un grupo decidido a acabar con la amenaza de los setenta descabezados de una vez por todas. Sabían que la batalla sería dura, pero con la fuerza de la amistad y la justicia de su lado, estaban dispuestos a enfrentarse a cualquier adversidad.

Los Setenta Descabezados eran una organización secreta de asesinos reunidos por el peor villano, llamado Rostro Negro, que perseguía a nuestro héroe y a su hermana porque eran los únicos que podrían reunir un equipo capaz de vencer a sus esbirros: los Setenta Descabezados.

M. D. Álvarez 

El secreto del carpintero.

Sus manos eran fuertes y recias; no obstante, trabajaba la madera con fuerza y brío. Era el mejor carpintero del pueblo, pero guardaba un terrible secreto, un secreto que se manifestaba cada noche de luna llena, cuando su cuerpo mutaba y se retorcía para dar paso a una gran fiera sedienta de sangre.

Solo ella era capaz de aplacar esa sed; se había atrevido a enfrentarse a él. Tenía algo peculiar: no le tenía miedo; es más, aplacaba su furia, domeñando su voluntad con un amor puro y sincero.

Ella era su compañera la única que conocía siu aterrador secreto.

Una noche de luna llena, mientras el carpintero se preparaba para su inevitable transformación, ella se acercó con una calma inusual. Sus ojos reflejaban una determinación férrea y un amor inquebrantable. 

—No tienes que pasar por esto solo —le susurró, tomando sus manos entre las suyas.

El carpintero sintió cómo la bestia dentro de él comenzaba a despertar, pero su toque era como un bálsamo que calmaba su tormento interno. A medida que la luna ascendía en el cielo, su cuerpo comenzó a cambiar, pero esta vez, algo era diferente. La presencia de ella parecía contener la furia de la bestia.

—Confía en mí —dijo ella, mirándolo a los ojos—. Juntos podemos superar esto.

La transformación se detuvo a medio camino. El carpintero, mitad hombre, mitad bestia, se arrodilló ante ella, sus ojos llenos de gratitud y asombro. Por primera vez, sentía que tenía el control, que no era un esclavo de su maldición.

—¿Cómo lo haces? —preguntó él, su voz ronca y llena de emoción.

—El amor verdadero puede domar hasta a la bestia más feroz —respondió ella con una sonrisa tierna.

Desde esa noche, cada luna llena se convirtió en una prueba de su amor y su fuerza. Juntos, encontraron una manera de vivir con la maldición, transformando lo que una vez fue una pesadilla en una prueba de su vínculo inquebrantable.

M. D. Álvarez 

El compañero.

Su valentía y coraje eran evidentes, su impulso y fogosidad inigualables. Pero lo que a ella más le atraía de él era su sinceridad y perseverancia.

Lo puso a prueba más de cincuenta veces y él cumplió con los objetivos en todas ellas. Se acercaba el día en el que debía decidir con quién quedarse, aunque para ella lo tenía muy claro: siempre estuvo en su punto de mira. Lo elegiría a él como compañero sin dudarlo.

La amaría siempre y nunca rechazaría acostarse con ella cuando ella le dijera al oído las palabras mágicas.

Ella lo escogió porque ya lo conocía y sabía que sería un padre ejemplar y apasionado. La colmaría de atenciones.

M. D. Álvarez

sábado, 15 de febrero de 2025

Reconciliación épica.

Sus peleas eran épicas, pero sus reconciliaciones, apoteósicas. La última fue legendaria; ni siquiera recordaban por qué habían discutido, pero la reconciliación fue la más dulce y placentera de todas.

Después de aquella reconciliación, se dieron cuenta de que sus discusiones, aunque intensas, eran solo un pequeño capítulo de su relación. Lo que realmente importaba era la forma en que siempre encontraban el camino de vuelta el uno al otro. Esa noche, bajo un cielo estrellado, se prometieron que nunca más permitirían que una pelea los separara.

Decidieron emprender un viaje juntos, uno que siempre habían soñado pero nunca se habían atrevido a realizar. Se dirigieron a un pequeño pueblo costero, donde el tiempo parecía haberse detenido. Pasearon por la playa, sintiendo la arena entre los dedos y el relajante sonido de las olas.

Cada día era una nueva aventura: descubrían rincones escondidos y compartían risas interminables. Se dieron cuenta de que, a pesar de sus diferencias, eran más fuertes juntos. Las pequeñas cosas que antes parecían importantes ahora palidecían ante la inmensidad de su amor.

Una noche, mientras contemplaban el atardecer, se miraron a los ojos y supieron que, sin importar lo que el futuro les deparara, siempre estarían juntos. Porque al final del día, lo que realmente importaba era el amor que compartían, un amor que había superado todas las pruebas y que seguiría creciendo con cada nuevo amanecer.

M. D. Álvarez

viernes, 14 de febrero de 2025

Noche de pasión.

Ella sentía que cada vez que lo veía aparecer, se derretía y comenzaba a fantasear con él, imaginando cómo sería en la cama y cómo lo haría sucumbir a sus más oscuros deseos lujuriosos. 

Pero aquella vez, él tropezó con ella. Asustada, intentó huir; estaba muy excitada, pero él la retuvo amablemente, preguntándole si se había hecho daño. 

—"No, no ha sido culpa mía, no miraba por dónde iba" —respondió ella, y salió disparada, roja de vergüenza, sin darse cuenta de que había perdido la cartera. 

Él la encontró y se propuso devolvérsela; tenía curiosidad por aquella chica, sabía que lo observaba, pero cuando se volvía, no veía a nadie.

Se dirigió a la dirección que figuraba en su carnet y la esperó. Ella llegó un par de horas más tarde; no se fijó en que, frente a su casa, él la esperaba. Entró en casa y se cambió de ropa.

Él llamó al timbre y esperó. Ella abrió sin mirar por la mirilla, se sorprendió y casi le cierra la puerta en las narices, pero se contuvo.  

"Se te cayó la cartera en nuestro encontronazo", -dijo él sonriendo amablemente, tendiéndole la mano con la cartera.

Ella cogió la cartera y rozó su mano. Hubo un flash de emociones mal contenidas por parte de ella, que comenzó a sentir que perdía el control y se lanzaba a besarlo. A él no le dio tiempo a reaccionar y comprendió que ella estaba enamorada de él. 

Había sido un sueño o verdaderamente le había besado. Ella abrió los ojos y lo vio; no parecía molesto, pero sí preocupado.

Ella se apartó rápidamente, avergonzada por su impulso. 

"Lo siento, no sé qué me pasó" —dijo, evitando su mirada.

Él sonrió, tratando de aliviar la tensión. "No te preocupes, a veces las emociones nos toman por sorpresa. ¿Te gustaría tomar un café y hablar un poco?"

Ella dudó por un momento, pero la curiosidad y el deseo de conocerlo mejor fueron más fuertes.

"Sí, me encantaría" —respondió finalmente.

Fueron a una pequeña cafetería cercana. Mientras tomaban café, comenzaron a hablar de sus vidas, sus sueños y sus miedos. Ella se dio cuenta de que él no era solo una cara bonita; era inteligente, amable y tenía un sentido del humor encantador.

La conversación fluyó con naturalidad, y ambos se sintieron cada vez más cómodos el uno con el otro. Al final de la tarde, él la acompañó de regreso a su casa.

"Gracias por el café y la compañía" dijo ella, sonriendo.

"Gracias a ti por aceptar" —respondió él. "Me alegra haberte conocido mejor".

Ella lo miró a los ojos y sintió una conexión profunda.

"¿Puedo verte mañana?" —preguntó él, mirándola a los ojos. Tenía unos preciosos ojos verdes, como los campos verdes de Valle de Darjeeling, en la India.

Ella asintió; sus deseos se habían alineado, puesto que habían conectado de forma extraordinaria.

Él la fue a buscar a su trabajo con un gran ramo de rosas. Violet Carson.

"Acompáñame" —dijo él, entregándole el ramo.

Ella le siguió sin titubear; sabía que había despertado su deseo por la forma en que la miraba. 

La llevó al Hotel Passalacqua, en Moltrasio, en un jet fletado para aquella ocasión. Había reservado la mejor suite, pero antes de subir a la habitación, la invitó a cenar en el mejor restaurante de Moltrasio, donde cenaron ostras, ensalada de aguacate y mango, atún en salsa de chocolate y, de postre, fresas con nata.

La noche comenzaba muy bien. Ya en la habitación, él la besó dulcemente mientras ella lo atraía hacia la cama, desabrochándole la camisa y quitándosela. 

"Espera un minuto", dijo ella, yendo al baño. 

Al término de desvestirse, se metió en la cama. Ella apareció con una preciosa negligé de color negro que resaltaba su hermoso cuerpo.

Sabía que la deseaba y se metió con él en la cama. Él la acarició suavemente con las yemas de sus dedos, recorriendo todo su cuerpo y logrando estremecerla de puro placer. Ella recorría con sus manos todo su atlético cuerpo, rozando tímidamente su miembro. 

Él la penetró dulcemente, con cuidado y ternura, logrando controlar sus impulsos más oscuros. Ella se puso encima y cabalgó con brío mientras él acariciaba sus turgentes pechos, haciendo que ella disfrutara lujuriosamente, llegando a satisfacerla seis veces, finalizando exhaustos los dos y dormidos juntos.  

M. D. Álvarez

Hilo dorado.

Eran dos seres hechos el uno para el otro. Sus sensaciones al verse eran del todo maravillosas y luminosas; los dos comenzaban a brillar. 

Si estaban en el mismo lugar, era un espectáculo verlo a él con toda su gallardía y temple, brillando con una luz ancestral, atávica, que lo llenaba todo a su alrededor. 

Ella era más dulce y comedida al mostrar sus sentimientos, pero la luz que irradiaba era mágica y maravillosa. Estaban unidos desde el comienzo de la existencia por unos hilos dorados, inquebrantables e indestructibles. 

Cuando él la veía, la sensación de placer era inconmensurable y palpable; su deseo era irrefrenable. Ella lo mantenía a raya, pero también lo deseaba con una pasión abrasadora. 

Todas las noches, ella lo observaba mientras él se bañaba bajo los tenues y plateados rayos de la luz de la luna en una preciosa laguna cuyas aguas cristalinas lo mostraban en todo su esplendor. 

Magníficamente dotado, ella disfrutaba viéndolo bañarse. Un día, ella se mostró a él comedida y casi avergonzada; él la invitó a unirse en el baño. Ella se desnudó y él la introdujo en las pristinas aguas que la acogieron con ternura, haciendo que perdiera su rubor. Pero sin levantar la mirada de las claras aguas, viendo su cuerpo desnudo, intentó cubrirse. 

Él le levantó la cara dulcemente y con ternura le dijo: "Te quiero desde el comienzo de la creación; tu belleza es incomparable. No tienes de qué avergonzarte. Si te molesta que te vea en todo tu esplendor, me daré la vuelta."

No, mi hermoso galán, no te vuelvas. Yo he disfrutado viéndote en todo tu esplendor. Desearía que disfrutaras de mi cuerpo —dijo ella, sonrojada.

Los dos evaluaron sus magníficos cuerpos; su hilo dorado los mantenía unidos para toda la eternidad. 

Harían florecer su pasión continua con verdadero deseo de placer, que sería satisfecho con noches en las que dejaban fluir sus deseos más mundanos, amándose apasionadamente en aquellas aguas puras.

M. D. Álvarez 

La noche

Su primera vez fue algo íntimo y encantador. Él la llevó al lugar donde la vio por primera vez, en aquella cala recogida donde él iba a practicar los clavados. Ella se encontró con él cuando se encaminaba al acantilado; ella admiró su musculatura. 

Aquella sería la noche en que había decidido perder su virginidad. Él había preparado un hermoso lecho de flores bajo un templete decorado con mucho gusto y consideración.

Ella se maravilló de lo tierno y dulce que era con ella; la trataba con dulzura y pasión, demostrando un amor incondicional. Ella se tendió sobre el lecho que él había preparado, tendió las cortinas que había colgado en el templete, evitando así ser observados por los curiosos. 

Él se tendió a su lado y comenzó a acariciarla suavemente. Con dulzura, la tensión entre ellos iba en aumento, excitándola con cuidado. Ella lo acarició suavemente, rozando su musculatura y llevando su mano hacia su miembro, que permanecía relajado. 

Él la besó apasionadamente por todo su cuerpo mientras ella, excitada, rozaba suavemente su verga, que comenzaba a estar dura. Ella se subió sobre él, estremecida por la pasión; sus contorsiones lo llevaron a un éxtasis explosivo. La erección lo llevó a gritar de placer mientras cabalgaba locamente sobre él. 

Ella seguía excitada y se dejó caer sobre su pecho. Exhausta y agotada, se durmieron los dos completamente exhaustos.

Al despertar, ella lo miró a los ojos con una mezcla de miedo y alivio. ¿Había sido todo un sueño? ¿O ahora eran algo más? Él, por su parte, se sentía abrumado por una sensación de responsabilidad y protección. Sabía que esta noche había marcado un antes y un después en su relación.

De vuelta en la ciudad, la rutina volvió a sus vidas. Sin embargo, ella no podía dejar de pensar en aquel momento mágico en la cala. Y entonces, una noche, mientras cenaban, él sacó un pequeño cofre de su bolsillo. Al abrirlo, ella se encontró con un collar con un colgante en forma de estrella de mar..

Te quiero desde que te vi hace dos meses mientras entrenaba picados te ame y ahora quiero consolidar nuestra relación, bajo el collar había una pequeña cajita con una hermosa sortija.
Hincó la rodilla y le preguntó ¿Quieres casarte conmigo?

Ella lo miró a los ojos vio su determinación y acepto lo había amado desde aquel día que se lo cruzó cuando iba a entrenar.

M. D. Álvarez 

jueves, 13 de febrero de 2025

Katas mortales.

Desde hace unos días, no había bajado a ejercitar sus katas en el río que había sido represado por dos presas tradicionales. El agua lo cubría por completo; él se sentaba en el fondo, concentrándose, y lograba aguantar 20 minutos bajo el agua. Sus movimientos debían ser precisos y controlados. Cuando lograba controlar su técnica, era cuando salía a la superficie y ella lo esperaba con una toalla. Pero hacía varios días que no bajaba y ella se preocupó; dudaba si ir a buscarlo o esperar a que apareciera.

Prefirió subir a buscarlo. En su casa, lo encontró inconsciente, tirado en la cama. Llamó a una ambulancia que llegó enseguida y lo acompañó al hospital, donde le dijeron que no debía forzar tanto los pulmones. Si seguía efectuando los entrenamientos bajo el agua, no se hacían responsables de que sobreviviera.

Ella permaneció a su lado mientras estuvo entubado e inconsciente.  

Después de varios días en el hospital, él finalmente abrió los ojos. La luz blanca y brillante de la habitación lo cegó momentáneamente, pero pronto enfocó su mirada en ella, que estaba sentada a su lado, con los ojos llenos de lágrimas de alivio.

—¿Qué pasó? —preguntó con voz ronca.

—Te encontré inconsciente en casa. Los médicos dijeron que no deberías forzar tanto tus pulmones —respondió ella, tomando su mano con suavidad.

Él asintió lentamente, recordando sus entrenamientos bajo el agua. Sabía que había llevado su cuerpo al límite, pero no se había dado cuenta de lo peligroso que era.

—Lo siento —murmuró—. No quería preocuparte.

—Lo importante es que estás bien ahora —dijo ella, acariciando su mejilla—. Pero tienes que prometerme que no volverás a hacer algo tan arriesgado.

Él la miró a los ojos y asintió.

—Lo prometo.

Con el tiempo, él encontró nuevas formas de entrenar que no pusieran en riesgo su vida. Aunque extrañaba la sensación de estar bajo el agua, sabía que su salud y su vida eran más importantes. Y ella siempre estuvo a su lado, apoyándolo en cada paso del camino.

M. D. Álvarez
 

miércoles, 12 de febrero de 2025

El monstruo. La saga continúa. 2da parte.

Su último duelo casi acaba con él. Aquel monstruo lo atacó con todas sus fuerzas justo cuando se internaba en el pequeño templo dedicado a los grandes dioses donde antiguas leyendas contaban que estaba escondido el Escudo del Destino, un artilugio destinado a canalizar todas las fuerzas de los dioses. 

Llegó a la gran sala decorada con grandes bajorrelieves que contaban las hazañas de los más poderosos dioses que se enfrentaron a titanes y gigantes, ayudados por el Escudo del Destino. Allí, en medio de la gran sala, se hallaba, sobre un pedestal, un formidable escudo de oro bruñido, con incrustaciones de piedras preciosas y la cabeza de Medusa grabada en el umbo. Se ajustó las armas, fijándolas bien a su brazo, y se dirigió a acabar con semejante monstruo. Debía canalizar todas sus energías, y el escudo se encargaría de concentrar todas sus fuerzas en un solo golpe que tendría la energía de mil dioses.

Al verlo aparecer, aquel ser titánico se lanzó en un ataque suicida, pero fue desintegrado con un férreo y aterrador golpe de mil dioses. 

Nuestro héroe consiguió destruir a aquel engendro, quedó casi exhausto, pero con las fuerzas suficientes como para llegar a uno de los mundos habitables, reponer fuerzas y regresar a su amado planeta azul  

Con el Escudo del Destino en su poder, nuestro héroe emprendió el viaje hacia el mundo habitable más cercano. Cada paso era un recordatorio de la batalla que había librado, pero también de la fuerza que había encontrado en su interior. Al llegar, fue recibido por una comunidad de seres sabios que lo ayudaron a sanar sus heridas y recuperar su energía. 

Durante su estancia, aprendió nuevas técnicas y estrategias, preparándose para futuros desafíos. Con renovada determinación, se dispuso a regresar a su planeta azul, sabiendo que aún quedaban muchas batallas por librar y misterios por descubrir.

M. D.  Álvarez 

Las montañas azules

Habían transcurrido 10 años desde que su grupo desapareció en las misteriosas montañas agrestes. La expedición estaba encabezada por el mejor guía del mundo, su marido, aunque aún era joven. Tenaz en su haber, el descubrimiento del pasaje oscuro, el paso del diablo, el desfiladero carmesí y otros muchos más.

Ahora tendría 28 años y ella seguía esperándole. Cada vez que llamaban a la puerta, corría pensando que era él quien volvía a ella. Cuando abría, su desilusión era notoria, pero un día recibió un enigmático paquete que le había enviado él. Abrió el embalaje y se encontró con un fragmento de una saga nórdica del que nadie tenía conocimiento. Iba acompañado de una carta manuscrita de él.

Mi vida, siento no haberme puesto en contacto contigo antes, como te prometí. Ahora estoy aislado y perdido sin ti. Encontré este fragmento: la localización de mi habitación está interrelacionada con él. Si logras descubrir de dónde salió, me hallarás. Te quiero, vida mía; te echo muchísimo de menos.  
Tuyo para siempre,  
Stephen

Ella lo presentía; sabía que no estaba muerto. Tenía que descubrir de dónde lo había obtenido.

Al parecer, el paquete fue enviado desde Nova Kajovka, una ciudad de Ucrania. Era su oportunidad; debía ir a buscarlo.

Sus ancestros eran nórdicos y las runas no eran un problema, ya que pudo descifrar que era la historia de un joven montanero separado de su grupo, perdiéndose en las montañas azules cuando intentaba regresar junto a su amada.

La ubicacion de su amado era en las Montañas azules de los Carpatos.

Con el fragmento de la saga nórdica en una mano y la carta de Stephen en la otra, ella se preparó para su viaje a las Montañas Azules de los Cárpatos. Estas montañas, conocidas por su belleza y misterio, se extendían a lo largo de varios países de Europa del Este, incluyendo Ucrania

Al llegar a Nova Kajovka, se encontró con un pequeño pueblo pintoresco, rodeado de frondosos bosques y montañas imponentes. La gente del lugar era amable, pero pocos hablaban inglés. Afortunadamente, su conocimiento de las runas y la historia nórdica le permitió comunicarse con algunos ancianos que recordaban leyendas similares a la que Stephen había mencionado en su carta.

Uno de los ancianos, un hombre de barba blanca y ojos penetrantes, le habló de una cueva oculta en las profundidades de las montañas. Según la leyenda, esa cueva era el hogar de un antiguo guardián que protegía secretos olvidados. Con un mapa rudimentario dibujado por el anciano, ella se adentró en las montañas, decidida a encontrar a Stephen.

El camino era arduo y peligroso, con senderos estrechos y acantilados vertiginosos. Pero su amor por Stephen le daba fuerzas. Después de varios días de viaje, llegó a la entrada de la cueva. Las runas talladas en la roca confirmaban que estaba en el lugar correcto.

Dentro de la cueva, la oscuridad era total, pero una luz tenue emanaba de las paredes, revelando más inscripciones rúnicas. Siguiendo las pistas dejadas por Stephen, llegó a una cámara oculta. Allí, en el centro de la cámara, encontró una caja de madera antigua. Al abrirla, descubrió otro fragmento de la saga nórdica y una brújula antigua.

La brújula, sin embargo, no apuntaba al norte. En lugar de eso, parecía señalar hacia un punto específico en las montañas. Con renovada esperanza, ella siguió la dirección indicada por la brújula, sabiendo que cada paso la acercaba más a Stephen.

Siguiendo la dirección indicada por la brújula, ella avanzó por senderos cada vez más estrechos y empinados. La vegetación se volvía más densa y el aire más frío a medida que ascendía. Después de varias horas de caminata, llegó a un claro en medio del bosque. Allí, en el centro del claro, se alzaba una antigua torre de piedra, cubierta de musgo y enredaderas.

La torre parecía abandonada, pero algo en su interior le decía que estaba en el lugar correcto. Con cautela, empujó la pesada puerta de madera y entró. El interior estaba oscuro y polvoriento, pero la luz de su linterna reveló más inscripciones rúnicas en las paredes. Siguiendo las pistas, subió por una escalera de caracol que crujía bajo sus pies.

Al llegar a la cima de la torre, encontró una habitación pequeña y sencilla. La puerta entornada reflejaba una tenua luz danzarina. Ella se aproximó y abrió cuidadosamente la desvencijada puerta. Dentro, un hombre joven con una poblada barba negra escribía de espaldas a la puerta. Ella se acercó cautelosamente y colocó sus manos sobre el hombro, diciéndole al oído: "Te encontré, amado mío".

Él se estremeció. ¿Sería verdad que era ella o una de las muchas criaturas que poblaban tan dantescas montañas? Se giró cautelosamente y, al verla frente a él, su esperanza se renovó. La besó con pasión.

M. D. Álvarez 

La cueva azul.

Con una rama y parte de su chaqueta enrollada, fabricó una antorcha que les sirvió para iluminar aquella gruta. Les había alcanzado una tromba; ella llevaba una caja de cerillas que mantuvo secas. 

Él la guió hacia una de las cuevas que hacía un par de días había descubierto y explorado. Ella le entregó las cerillas y él prendió la tea, se la entregó y le dijo: "Espera un momento aquí", y se adentró en la cueva, donde había una gran cantidad de ramas secas. Volvió cinco minutos después con varias ramas robustas y ramitas.

Primero hizo un pequeño montoncito de ramas y las encendió con la antorcha. Cuando el fuego prendió, puso cuatro troncos sobre las llamas. Ella estaba helada.

"""Será mejor que te quites la ropa mojada y te calientes cerca del fuego", dijo él con una leve sonrisa. Él llevaba en su mochila una gran manta que colocó a modo de cortina para que ella dispusiera de algo de intimidad. Preparó una cama con paja y puso seis piedras lisas bajo las brasas. Cuando estuvieron calientes, pero no lo suficientemente calientes para quemarla, las puso bajo el lecho de paja. 

"Puedes coger la manta y acostarte aquí; yo haré la guardia." Ella aprovechó el momento, se recostó sobre el lecho que él había preparado, se cubrió con la manta y se durmió; pero no fue un sueño apacible, sino que se despertó sobresaltada. 

Él seguía haciendo guardia. Ella no pudo reprimir un deseo y se acercó a él, envolviéndose juntos en la manta. Comenzó a besarlo y a acariciarlo dulcemente. 

Él sabía que los seguían y que, si los encontraban, los matarían. La besó con ternura, la llevó de nuevo al lecho, la cubrió con la manta y le dijo: "Nos siguen, pero no permitiré que te hagan daño." Se volvió y arrojó un par de leños más a la hoguera y continuó con la vigilancia. A la mañana siguiente, las lluvias habían terminado; el sol lucía en lo alto cuando ella se despertó. 

En la hoguera había una cafetera y una taza al lado, pero no había rastro de él. Se preocupó; casi abandonaba la seguridad de la cueva, pero algo la mantenía dentro: él volvería por ella. Oyó ruidos, permaneció dentro; un crujido y los pasos cesaron. Apareció él en la entrada. "Debemos irnos, se acercan", dijo al verla. Ella le sirvió un café y se dio cuenta de que, al lado de la taza, había una gran cantidad de frutos silvestres, dulces como la miel.

"Es tu desayuno. Tómate el café y come. Cuando hayas terminado, nos iremos", dijo él tranquilamente.

Cuando terminó de desayunar, se dirigió a la entrada de la cueva.  

—¿Dónde vas? —preguntó él.  

—¿No nos vamos? —preguntó ella.  

—Sí, pero no por ahí. He explorado estas cuevas y están intercomunicadas. Iremos por aquí; había fabricado diez antorchas. 

Se adentraron en las profundidades de la gruta, iluminada con una antorcha que no reflejaba la hermosura que guardaba. Él se detuvo y apagó la tea. 

"Mira", le dijo, y le mostró una maravillosa luminosidad azul. 

Por eso, esta cueva recibe el nombre de "Cueva Azul". Sus dimensiones eran inmensas; la gruta estaba abovedada con enormes estalagmitas y estalactitas de las que manaba una tenue luminosidad azul. 

"Es una preciosidad", dijo ella, maravillada.

Siguieron avanzando entre recovecos y oquedades hasta que él localizó el ramal por donde lograría ponerla a salvo.

Mientras exploran la cueva azul, la pareja se encuentra con una enorme serpiente con escamas iridiscentes que brillan con la luz azul. La serpiente, una criatura ancestral conocida como una serpiente arcoíris, es la guardiana de la cueva. 

Al principio, la serpiente se muestra hostil, pero después de un enfrentamiento, la pareja logra comunicarse con ella telepáticamente. La serpiente les revela que la cueva es un portal hacia otro mundo y que ellos han sido elegidos para cumplir una profecía.

M. D. Álvarez 

martes, 11 de febrero de 2025

El protector.

Mientras él se acercaba a la barra, ella no podía apartar la mirada de sus ojos azules, que ahora la observaban con una mezcla de curiosidad y algo más profundo. Cuando llegó a su lado, él le ofreció una sonrisa ladeada, esa que parecía reservada solo para ella
“¿Te encuentras bien?” preguntó él, su voz suave pero firme.

“Perfectamente,” respondió ella, sintiendo un calor inesperado en sus mejillas. “Gracias por… bueno, por todo.”

"Siempre es un placer ayudar a una dama en apuros,” dijo él, inclinándose ligeramente hacia ella. “Pero dime, ¿por qué te gustan tanto las peleas?”

Ella se mordió el labio, pensando en cómo responder. “Supongo que me gusta la adrenalina, la emoción… y ahora, quizás, la compañía,” dijo, mirándolo a los ojos.

Después de esa conversación, la tensión entre ellos se volvió palpable. Él la invitó a salir del bar para caminar por las calles iluminadas por las luces de la ciudad. Mientras paseaban, compartieron historias de sus vidas, descubriendo que tenían más en común de lo que imaginaban.

Ella le habló de su pasión por cuidar a los luchadores y cómo encontraba belleza en la fuerza y la vulnerabilidad. Él, por su parte, le confesó que, aunque disfrutaba de las peleas, buscaba algo más en la vida, algo que le diera un propósito más profundo.

La noche avanzó y, bajo un cielo estrellado, él tomó su mano y le dijo: “Quizás, juntos, podamos encontrar ese propósito.” Ella sonrió; sabía que había dado con el luchador perfecto del que cuidaría, amaría y satisfaría en todos los sentidos.

M. D.  Alvarez 

Un encuentro en la playa.

Lo vio un día en la playa, tomando el sol. Su cuerpo bronceado le daba una apariencia más salvaje. Desearía comprobar si todo su cuerpo estaba bronceado, pero cuando estaba a punto de acercarse, se incorporó y se fue al agua. Al cabo de media hora, volvió a la toalla y se puso de espaldas. Ella, nerviosa, se puso a una distancia prudencial, pero lo suficientemente cerca para observarlo con satisfacción. Un cuerpo increíble, fuerte, atlético; lo deseaba. Lo llevaba siguiendo semanas, admirando su postura, su temple y su carisma.

Ella se armó de valor y decidió acercarse un poco más. Con cada paso, su corazón latía más rápido. Cuando estuvo lo suficientemente cerca, se sentó en la arena, fingiendo estar absorta en su libro. Sin embargo, no podía evitar mirarlo de reojo. Él, ajeno a su presencia, se relajaba bajo el sol, sus músculos tensándose y relajándose con cada movimiento.

De repente, él se giró y sus miradas se encontraron. Ella sintió un escalofrío recorrer su espalda. Él le sonrió, una sonrisa cálida y amigable que la hizo sentir más segura. "Hola," dijo él, su voz profunda y suave. "¿Te importa si me siento aquí?"

Ella asintió, incapaz de articular una palabra. Mientras él se acomodaba a su lado, ella se dio cuenta de que él podía ser afín a sus deseos.

Buscaba un perfecto caballero, amigo y amante, pero se dio cuenta de que cuanto más intentaba forzar un encuentro, antes desaparecían todos los maromos a quienes se había ofrecido. Solo buscaban sexo, pero no compromiso, así que guardó silencio y esperó.

"¿Qué lees?" —preguntó él, sonriendo, pues se había dado cuenta de que tenía el libro del revés.

"Los secretos de Diotima "—dijo ella, emocionada.

"Ah, de Sócrates. Te resultará un poco complicado" —le dijo, dándole la vuelta.

Ella se ruborizó e hizo ademán de irse, pero él la retuvo. 

"Espera, espera, no he pretendido molestarte, pero parecías tan enfrascada en la lectura que no he podido menos que preguntar" 

Ella se relajó un poco, agradecida por su amabilidad. "Gracias," dijo, sonriendo tímidamente. "Es un libro interesante, aunque un poco difícil de entender."
 
Él asintió, mirándola con interés. "Me llamo Garrett, por cierto."

"Audrey" respondió ella, sintiendo que su nerviosismo se desvanecía poco a poco.

Pasaron un rato hablando sobre libros y filosofía, descubriendo intereses comunes y riendo juntos. Audrey se sorprendió de lo fácil que era hablar con Garrett, como si se conocieran desde hace mucho tiempo.

"¿Te gustaría dar un paseo?" preguntó él de repente, señalando la orilla del mar. "El agua está perfecta hoy."

Audrey asintió, sintiendo una mezcla de emoción y nerviosismo. Se levantaron y caminaron juntos hacia el agua, dejando atrás las toallas y los libros. La brisa marina era refrescante y el sonido de las olas les envolvía en una burbuja de tranquilidad.

Mientras caminaban, Garrett le contó historias de sus viajes y aventuras, y Audrey se dio cuenta de que había encontrado a alguien especial. Alguien que no solo era atractivo, sino también interesante y amable.

Cuando el sol comenzó a ponerse, se detuvieron y se sentaron en la arena, observando el horizonte. "Ha sido un día increíble," dijo Audrey, mirando a Garrett con una sonrisa.

"No tiene por qué terminar. Te invito a cenar y me cuentas más sobre "Los secretos de Diotima", dijo Garrett sonriendo amablemente.

M. D. Álvarez

lunes, 10 de febrero de 2025

La venganza de las moscas.

Estaban de un pegajoso subido. Por mucho que trataban de espantarlas, ellas seguían al ataque, molestando y metiéndose en los ojos y orejas de los allí presentes.

Era muy curioso ver cómo todos trataban de espantarlas con aspavientos, movimientos rápidos y alharacas, pero no había modo; seguían y seguían.

Solo había una persona a la que no osaban molestar: un ser encapuchado. Los seres a los que picoteaban se preguntaban quién era aquel a quien no se atrevían a molestar.

Uno de aquellos insectos se acercó a la oreja de uno de los asistentes y le murmuró: "A él no se le puede tocar, es el señor de las bestias, el amo del submundo." Otro se colocó en la otra oreja y le susurró: "Él os juzgará y sentenciará."

Ellas, las más humildes y repulsivas de sus sirvientes, tenían que asaetearlos con dolorosos picotazos.  

Ellas, las más humildes y repulsivas de sus sirvientes, tenían que asaetearlos con dolorosos picotazos. 

Como señor de las bestias, tenía la potestad de infligir dolor a los seres humanos, tal y como le hicieron a él. Sentenció la diminuta mosquita antes de pícar a uno de los allí presentes 

El ser encapuchado, conocido como el señor de las bestias, permanecía inmóvil, observando con ojos penetrantes a los desafortunados que se retorcían bajo el ataque de los insectos. 

Su presencia emanaba una autoridad oscura y temible, y aunque no pronunciaba palabra alguna, su mera existencia imponía un silencio sepulcral.

De repente, levantó una mano enguantada y las moscas cesaron su ataque, retrocediendo en un zumbido colectivo. Los presentes, aliviados pero temerosos, se miraron entre sí, preguntándose cuál sería el siguiente movimiento de aquel enigmático ser.

Con una voz profunda y resonante, el señor de las bestias habló: “Habéis sido juzgados y encontrados culpables. Pero no por mí, sino por las criaturas que habéis despreciado y maltratado. Hoy, ellas han reclamado su venganza.”

Un murmullo de pánico recorrió a los asistentes. Algunos intentaron huir, pero sus piernas parecían estar pegadas al suelo, como si una fuerza invisible los mantuviera en su lugar.

El encapuchado continuó: “Sin embargo, no todo está perdido. Aquellos que demuestren arrepentimiento y respeto hacia las criaturas del submundo podrán encontrar redención. Pero el camino será arduo y lleno de pruebas.”

Con esas palabras, el señor de las bestias desapareció en una nube de sombras, dejando a los presentes con un sentimiento de incertidumbre y temor. Las moscas, ahora en silencio, se posaron en los alrededores, observando, esperando el próximo movimiento de los humanos.

M. D. Alvarez.

La rana arcoiris.

En aquella hermosa laguna se iba a producir un drástico y trágico acontecimiento. Las hermosas ranas arcoíris colocaban sus huevos en los lugares que creían adecuados; tardaban alrededor de 21 días en eclosionar. 

Los renacuajos, preparados para moverse por el medio acuático en el que sus madres los depositaron, se adentraban con cautela al centro de la laguna. Pero había un rezagado que se quedó entre los juncos y carrizos; le daba miedo salir. 

Su madre trató de tranquilizarlo, pero no lo logró. Las demás ranas arcoíris disfrutaban buceando y alimentándose de líquenes que crecían en el fondo de la laguna.

De allí a unos días, apareció una luz fluorescente en medio de aquel pequeño lago. El chiquitín seguía sin querer acercarse al centro del lago y, por ello, era objeto de mofas por parte de los demás renacuajos que nadaban y buceaban sin parar. Aquella fluorescencia iba ascendiendo hasta que, casi en la superficie, engulló a todos los renacuajos y a sus respectivas madres.. 

EEl pequeño renacuajo se quedó solo y desamparado, pero conservó las enseñanzas de su querida madre.

Siguió oculto entre los carrizos hasta que perdió su cola y emergió entre los juncos y carrizos como una exultante rana arcoíris.

El pequeño renacuajo se quedó solo y desamparado, pero conservó las enseñanzas de su querida madre.

Solo, desamparado y aterrorizado, el pequeño renacuajo recordó las palabras de su madre. Escondido entre las cañas, esperó. Con el tiempo, su cola se redujo y, finalmente, emergió como una exultante rana arcoíris. Había sobrevivido a la tragedia y estaba listo para enfrentar el mundo.

La luz fluorescente seguía patrullando su hermosa laguna; al parecer, a alguien le hizo gracia arrojar un gigantesco pez abisal que trataba de devorar a toda la fauna de la laguna.

M. D. Álvarez

Corazón puro y apasionado.

En aquel impresionante castillo se hallaba oculto el mayor tesoro de todos: el corazón más puro y apasionado de todos los habitantes de Lurghan. 

Estaba siendo atacado para conquistar el premio: la princesa de corazón puro, quien, al casarse con ella, gobernaría el mundo de Lurghan. Pero ella contaba con un gallardo y valiente guardián que la protegería de ser secuestrada. 

Ella era su bastión; desde que era pequeño, lo modelaron para ser un fiero guardián, pero para ella era algo más: era su amigo y protector, manso y servicial con ella, aterrador para los que trataban de conquistar el castillo. 

Cada noche, cuando todo el mundo dormía, él se dedicaba a sabotear las filas de catapultas y a diezmar las tropas enemigas, pues para él no había más honor que el de proteger a su princesa.

Ella lo curaba cuando él llegaba herido de las escaramuzas. Limpiaba y cosía sus heridas con ternura y dedicación. Si no hubiera nacido noble, él sería su pareja perfecta. 

De pronto, una idea pasó por su cabeza y se propuso llevarla a cabo. Se reunió con sus padres y les propuso renunciar a su título. Ellos, en un principio, se negaron, pero sabían que era la decisión correcta. Era lo suficientemente inteligente para buscar una pareja acorde a su nueva posición; así lograría mantener su mundo a salvo.

Ella ya tenía a su futura pareja en ciernes y se lo comunicó a sus padres.  

—¿El guardián? —rugió su padre.  

Ella lo calmó diciendo que no la había tocado de forma indecorosa e inapropiada; siempre había cuidado de ella.

La reina le dio su bendición diciéndole: "Sé feliz, hija mía. Él es alguien muy peculiar; fue criado para protegerte y estoy segura de que te hará feliz. Te colmará de atenciones y sabrá satisfacer tus anhelos y necesidades."

Ella hizo una reverencia a sus padres y fue a buscar a su amado guardián. Lo encontró en los jardines, tumbado sobre el césped. Lo besó con ternura y pasión.

—Ya está hecho, mi amor. Somos libres para vivir juntos —dijo ella con dulzura.

M. D. Álvarez 

Salvajes.

Ella sabía que él volvería por ella y la rescataría de aquella caterva de maleantes. Tenía que resistirse, pero no sabía cuánto más podría soportar los abusos a los que la estaban sometiendo. Ella sabía que él se lo haría pagar a todos y cada uno que hubiera mancillado su cuerpo. Debía someterse si no deseaba que la maltrataran salvajemente.

Aquella mala bestia la golpeó, obligándola a ponerse a cuatro patas. Cuando iba a penetrarla, sintió que algo lo separaba.  

- Si le pones un dedo encima, te los corto -oyó cómo le decía, jalándolo de la cabeza y arrastrándolo lejos de ella. 

Había llegado, por fin, y no iba a dejar a ninguno vivo. Lo que ocurrió solo pudo imaginárselo, pues ella perdió el conocimiento. La furia desatada de él estaba más que justificada: destrozó, decapitó, arrancó miembros en un acto de brutalidad justificada. Ellos habían abusado de ella salvajemente. No merecían su perdón. 

De pronto, sintió cómo la recogía con mimo y ternura y la sacaba de aquel infierno.


Al despertar, se encontró en una cama suave, envuelta en una manta cálida. La habitación era sencilla pero acogedora, un refugio seguro. Su cuerpo dolía, pero su alma estaba en paz. Él estaba a su lado, acariciando su cabello con infinita ternura. Sus ojos, llenos de amor y preocupación, la miraban fijamente.

En ese momento, comprendió que había encontrado no solo a su salvador, sino al amor de su vida. Juntos, empezarían a sanar las heridas del pasado. Sin embargo, las pesadillas la atormentarían por las noches, recordándole la brutalidad a la que había sido sometida. 

Pero él siempre estaría allí para reconfortarla, para susurrarle palabras de aliento y hacerla sentir segura. Y aunque las cicatrices físicas y emocionales tardarían en desaparecer, el amor que compartían sería más fuerte que cualquier oscuridad.

M. D. Álvarez 

domingo, 9 de febrero de 2025

El guía.

Oyó el cascabeleo y cogió a tiempo la cabeza de la serpiente que se había lanzado a morderla.

—Andad con cien ojos, estamos en un territorio hostil —dijo él, decapitado, a aquella gran serpiente de cascabel. —Ya tenemos la cena —dijo con media sonrisa.

Sus compañeros hicieron ademán de vomitar; solo ella le dedicó una gran sonrisa.

—Acamparemos tras esa loma —dijo él, apretando el paso. Sus entrenamientos eran los más duros, pero eran necesarios. La única que le aguantó el paso llegó tres minutos después de él; el resto tardó alrededor de diez minutos.. 

Cuando llegó el último del grupo, ya tenían montado el campamento y la serpiente asada era un gran festín. Solo ellos dos se dieron un banquete; la serpiente estaba deliciosa, parecía pollo.

Devoraron media serpiente, teniendo cuidado de no clavarse las espinas. Cada uno se fue retirando a su tienda de campaña y a sus respectivos sacos de dormir.

Ellos dos se quedaron observando la inmensidad del orbe que los cubría.

—Será mejor que te vayas a dormir. Yo haré la primera guardia —dijo él, ayudándola a levantarse. La acompañó a su tienda y se volvió al amor de la lumbre.

Pasadas unas horas, se levantó y avisó a uno de sus compañeros para hacer la siguiente guardia. Se dirigió a su tienda de campaña, pero no durmió; debía vigilar. Cuando él se despistó, salió y se coló en la tienda de ella, que hacía rato lo esperaba..  

—Has tardado mucho —le dijo ella con una sonrisa pícara.

—Tenía que esperar a que se despistara el vigía —dijo él, quitándose la ropa y metiéndose en el saco de dormir con ella.

—¿Deberíamos decírselo? —preguntó ella.

—A su debido tiempo —dijo él, besándola con ternura en el cuello.

Al cabo de unas horas, cuando ella dormía, él se vistió y salió, cuidando que nadie lo viera. Volvió a su tienda de campaña, no sin antes cerciorarse de que el cambio de guardia se había efectuado correctamente.

En dos horas amanecería. Preparó el itinerario y revisó el kit de supervivencia, afiló el machete y esperó.

Parecía raro, pero después de la última misión apenas necesitaba dormir; se sentía pletórico y despejado.

—El itinerario de hoy nos llevará bordeando el río hasta aquellos riscos donde acamparemos —dijo con firmeza.

El resto del grupo lo miró con aprensión, ya que el día anterior los había dejado casi exhaustos. Como pretendía llegar hasta aquellos riscos inexpugnables, se pusieron en marcha. Al mediodía, estaban desfondados; solo él y ella se veían frescos.

—¿No crees que les exiges demasiado? —le preguntó ella. .

—Si no llegamos al anochecer, la misión será suspendida y nos abandonarán aquí —le dijo él, mirándola a los ojos.

—Ya habéis descansado, ¡ala arriba! —ordenó ella, pues había visto la preocupación en su mirada.

Él avanzó rápido entre recovecos y endiduras, bordeando el caudaloso río que rugía ferozmente.

Al anochecer, llegaron a los riscos donde había una plataforma llana en la que anclaron las cuatro tiendas de campaña. Mientras avanzaban, él cazó un conejo y dos faisanes. Despellejó y destripó el conejo, y desplumó y limpió los faisanes..

Ensarté el conejo en un pincho y lo fui girando hasta que estuvo en su punto. Luego, rellené los faisanes con frutos silvestres y preparé un guiso con los dos. Hice un hoyo en la tierra, calenté grandes piedras al fuego, puse los dos faisanes y los cubrí con hojas de pangue y tepes, y los cubrí con tierra. Tardaría en cocinarse alrededor de 50 minutos.

El conejo ya estaba preparado; los otros dos devoraron al conejo.

Cuando el curanto estuvo listo, retiré la tierra y las hojas de pangue y tepes. Los faisanes estaban deliciosos y jugosos; se deshacían en la boca. Le serví a ella una gran porción en una hoja de pangue, que ella cogió ávidamente y devoró con un placer desmedido. Él cogió otra gran ración de faisán y fue devorando meticulosamente, limpiando los huesos... 

Cuando terminaron de cenar, cada uno se fue a sus respectivas tiendas. Él se quedó haciendo la primera guardia; todo parecía en calma. Pasadas un par de horas, avisó al segundo vigía y se encaminó a su tienda. Esperó un tiempo prudencial y salió a hurtadillas, metiéndose en la tienda de ella, que lo esperaba ansiosa. Se metió en el saco con ella.

—¿Qué te preocupa? —preguntó ella.

—He echado una ojeada a lo que nos espera ahí arriba y no me gusta ni un pelo —dijo, besándola suavemente  y acariciando su cintura, acercándola suavemente.

Cuando la dejó dormida, se volvió, pero no a su tienda; se fue a la cima de los riscos. Lo que vio era impresionante, pero también le heló la sangre. Al otro lado, un abismo insondable y una niebla espesa ocultaban lo que se encontraba más allá. Sabía que era su única salida, pero también su mayor temor..

Sabía lo que tenía que hacer, pero sería a la mañana siguiente. Solo tenían una oportunidad.

A la mañana siguiente, subieron a la cima y lo que vieron les espantó, pero confiaban en él y, si les decía "saltad", ellos repetían hasta donde. Él se acercó a ella: "Tú y yo saltamos los últimos".

—Ahora, ¡saltad!, —rugió, y ellos obedecieron.
La cogió en brazos y se lanzó al vacío, confiando en que la suerte estaría de su lado. La niebla lo envolvió, y el mundo se volvió un torbellino de sensaciones. Cuando por fin se aclaró, se encontró en un lugar desconocido, rodeado de una naturaleza exuberante. Habían sobrevivido.

Los otros dos estaban asombrados y estupefactos. Ella sonrió con picardía. Los había traído a un mundo nuevo y maravilloso.

Continuará...

M. D. Álvarez 

El guía. 2da parte.

El grupo acaba de emerger del abismo brumoso y está examinando su nuevo entorno. El sol, un disco dorado, pintaba el exuberante y extraño paisaje con tonos cálidos. Altísimos árboles bioluminiscentes proyectaban sombras intrincadas, y extrañas y exóticas criaturas revoloteaban entre el vibrante follaje. Era un mundo como nunca antes habían visto, un paraíso ganado a través de dificultades y coraje.

—Lo logramos —dijo él, con la voz llena de emoción. Miró a su compañera, cuyos ojos brillaban con una mezcla de miedo y emoción. Se habían enfrentado a la muerte juntos y su vínculo se había profundizado de una manera que ninguno de los dos había previsto.

Los otros dos miembros del grupo, aunque inicialmente aturdidos, se recuperaron rápidamente. Comenzaron a explorar su nuevo entorno, y su curiosidad despertó ante las extrañas y maravillosas vistas.

Él y ella los observaron, con el corazón lleno de una sensación de logro. A medida que los días se convirtieron en semanas, se adaptaron a su nuevo hogar. Aprendieron a cazar animales locales, recolectar plantas comestibles y construir un refugio. Él, con sus agudas habilidades de supervivencia, les enseñó a navegar por la densa jungla y evitar las peligrosas criaturas que acechaban en su interior.

Pero su idílica existencia pronto se vio interrumpida. Una nueva amenaza surgió de las profundidades de la jungla: una tribu de nativos hostiles, ferozmente protectores de su territorio. El grupo se vio atrapado en un conflicto que no había buscado y se vio obligado a defender su nuevo hogar.

El enfrentamiento fue feroz; la tribu era numerosa y no parecía desistir. Él, en un alarde de serenidad, alzó las manos y ordenó a sus acompañantes que depusieran las armas. Uno de los que estaba más cerca de él llamó a su líder. Era un guerrero grande y aterrador.

—¿Qué pretendes hacer? —preguntó ella, sabiendo lo que él estaba pertreñando.

—Lo voy a retar a un combate individual —dijo él, mirando fijamente a aquel mastodonte. Lo estudiaba con meticulosidad.

El gigante era grande y fuerte, pero muy lento. Utilizaría la velocidad y la inteligencia para derrotar a aquel monstruo. Tan solo le hizo falta dos movimientos y el guerrero estaba arrodillado y sometido a su voluntad.

El resto de la tribu se vio asustada ante aquel hombre que había logrado derrotar a su mejor guerrero.

El gobernante de la tribu decidió cederles una de las mejores regiones de su vasto territorio.

M. D.  Álvarez