Oyó el cascabeleo y cogió a tiempo la cabeza de la serpiente que se había lanzado a morderla.
—Andad con cien ojos, estamos en un territorio hostil —dijo él, decapitado, a aquella gran serpiente de cascabel. —Ya tenemos la cena —dijo con media sonrisa.
Sus compañeros hicieron ademán de vomitar; solo ella le dedicó una gran sonrisa.
—Acamparemos tras esa loma —dijo él, apretando el paso. Sus entrenamientos eran los más duros, pero eran necesarios. La única que le aguantó el paso llegó tres minutos después de él; el resto tardó alrededor de diez minutos..
Cuando llegó el último del grupo, ya tenían montado el campamento y la serpiente asada era un gran festín. Solo ellos dos se dieron un banquete; la serpiente estaba deliciosa, parecía pollo.
Devoraron media serpiente, teniendo cuidado de no clavarse las espinas. Cada uno se fue retirando a su tienda de campaña y a sus respectivos sacos de dormir.
Ellos dos se quedaron observando la inmensidad del orbe que los cubría.
—Será mejor que te vayas a dormir. Yo haré la primera guardia —dijo él, ayudándola a levantarse. La acompañó a su tienda y se volvió al amor de la lumbre.
Pasadas unas horas, se levantó y avisó a uno de sus compañeros para hacer la siguiente guardia. Se dirigió a su tienda de campaña, pero no durmió; debía vigilar. Cuando él se despistó, salió y se coló en la tienda de ella, que hacía rato lo esperaba..
—Has tardado mucho —le dijo ella con una sonrisa pícara.
—Tenía que esperar a que se despistara el vigía —dijo él, quitándose la ropa y metiéndose en el saco de dormir con ella.
—¿Deberíamos decírselo? —preguntó ella.
—A su debido tiempo —dijo él, besándola con ternura en el cuello.
Al cabo de unas horas, cuando ella dormía, él se vistió y salió, cuidando que nadie lo viera. Volvió a su tienda de campaña, no sin antes cerciorarse de que el cambio de guardia se había efectuado correctamente.
En dos horas amanecería. Preparó el itinerario y revisó el kit de supervivencia, afiló el machete y esperó.
Parecía raro, pero después de la última misión apenas necesitaba dormir; se sentía pletórico y despejado.
—El itinerario de hoy nos llevará bordeando el río hasta aquellos riscos donde acamparemos —dijo con firmeza.
El resto del grupo lo miró con aprensión, ya que el día anterior los había dejado casi exhaustos. Como pretendía llegar hasta aquellos riscos inexpugnables, se pusieron en marcha. Al mediodía, estaban desfondados; solo él y ella se veían frescos.
—¿No crees que les exiges demasiado? —le preguntó ella. .
—Si no llegamos al anochecer, la misión será suspendida y nos abandonarán aquí —le dijo él, mirándola a los ojos.
—Ya habéis descansado, ¡ala arriba! —ordenó ella, pues había visto la preocupación en su mirada.
Él avanzó rápido entre recovecos y endiduras, bordeando el caudaloso río que rugía ferozmente.
Al anochecer, llegaron a los riscos donde había una plataforma llana en la que anclaron las cuatro tiendas de campaña. Mientras avanzaban, él cazó un conejo y dos faisanes. Despellejó y destripó el conejo, y desplumó y limpió los faisanes..
Ensarté el conejo en un pincho y lo fui girando hasta que estuvo en su punto. Luego, rellené los faisanes con frutos silvestres y preparé un guiso con los dos. Hice un hoyo en la tierra, calenté grandes piedras al fuego, puse los dos faisanes y los cubrí con hojas de pangue y tepes, y los cubrí con tierra. Tardaría en cocinarse alrededor de 50 minutos.
El conejo ya estaba preparado; los otros dos devoraron al conejo.
Cuando el curanto estuvo listo, retiré la tierra y las hojas de pangue y tepes. Los faisanes estaban deliciosos y jugosos; se deshacían en la boca. Le serví a ella una gran porción en una hoja de pangue, que ella cogió ávidamente y devoró con un placer desmedido. Él cogió otra gran ración de faisán y fue devorando meticulosamente, limpiando los huesos...
Cuando terminaron de cenar, cada uno se fue a sus respectivas tiendas. Él se quedó haciendo la primera guardia; todo parecía en calma. Pasadas un par de horas, avisó al segundo vigía y se encaminó a su tienda. Esperó un tiempo prudencial y salió a hurtadillas, metiéndose en la tienda de ella, que lo esperaba ansiosa. Se metió en el saco con ella.
—¿Qué te preocupa? —preguntó ella.
—He echado una ojeada a lo que nos espera ahí arriba y no me gusta ni un pelo —dijo, besándola suavemente y acariciando su cintura, acercándola suavemente.
Cuando la dejó dormida, se volvió, pero no a su tienda; se fue a la cima de los riscos. Lo que vio era impresionante, pero también le heló la sangre. Al otro lado, un abismo insondable y una niebla espesa ocultaban lo que se encontraba más allá. Sabía que era su única salida, pero también su mayor temor..
Sabía lo que tenía que hacer, pero sería a la mañana siguiente. Solo tenían una oportunidad.
A la mañana siguiente, subieron a la cima y lo que vieron les espantó, pero confiaban en él y, si les decía "saltad", ellos repetían hasta donde. Él se acercó a ella: "Tú y yo saltamos los últimos".
—Ahora, ¡saltad!, —rugió, y ellos obedecieron.
La cogió en brazos y se lanzó al vacío, confiando en que la suerte estaría de su lado. La niebla lo envolvió, y el mundo se volvió un torbellino de sensaciones. Cuando por fin se aclaró, se encontró en un lugar desconocido, rodeado de una naturaleza exuberante. Habían sobrevivido.
Los otros dos estaban asombrados y estupefactos. Ella sonrió con picardía. Los había traído a un mundo nuevo y maravilloso.
Continuará...
M. D. Álvarez