Había mirado al abismo y el abismo le había devuelto la mirada.
—Tú no me puedes doblegar, rugió al abismo y le lanzó una feroz mirada. Ya me puedes devolver a mi amada sin mácula o te voy a destrozar, atronó furioso.
El abismo, desde su oscuridad, lanzó a sus criaturas más terroríficas. Él ni se inmutó; los fulminó con certeros golpes.
—"Me vas a obligar a bajar y sabes que no te conviene", gruñó cada vez más enfadado.
La sima tenebrosa tembló; algo gigantesco salía, pero él no temía a nada ni a nadie. Por muy grandes criaturas que me mandes, te las devolveré hechas trocitos, vociferó, lleno de ira.
Un gigantesco dragón de escamas rojas emergió ante él. No se movió ni un ápice; lo devolvió a la sima completamente destrozado.
—Ya me he cansado, voy a bajar y mirar. Te lo advertí: si me haces bajar, te destrozaré y no dejaré piedra sobre piedra hasta dar con ella, refirió colérico.
Comenzó el descenso, cada vez más furioso. Se la habían arrebatado aquellos hijos del abismo y, de muy malos modos, no podía consentirlo.
La traería de vuelta a su reina; cuando estuviera libre, conseguiría calmarse. Hasta entonces, su cabreo era mayúsculo. Continuó su descenso a los infiernos de aquella fosa nauseabunda, poblada por la peor calaña de bestias deformes y aterradoras.
Cada paso que daba, más preocupado estaba por ella, y su cólera iba en aumento. Cuando tocó fondo, fue recibido por las peores y más sanguinarias criaturas del averno.
Se deshizo de ellas utilizando su furia interior; ya nada se interponía entre el señor del abismo, que se mostraba, y él, que con rabia mal contenida lo retó a un duelo singular.
El rey de la fosa se presentó, jaleado por una caterva de criaturas aduladoras y espantosas. El amo de la sima le mostró a su reina.
—¿Estás bien? preguntó él, viéndola atada como una esclava.
—Sí. Sácame cuanto antes de aquí, por favor —suplicó ella.
El combate fue rápido; el diablo de la sima no le duró ni medio golpe. Utilizó su férreo puño y lo derrotó, aplastándolo aún más en el averno de donde no volvió a salir por miedo a él.
—¿Crees que puedes agarrarte a mi cuello? —dijo él dócilmente a su amada.
—Sí, pero sácame de aquí, te lo suplico —dijo con una voz casi inaudible.
La escalada fue rápida y cuidadosa; él no quería que ella sufriera daño alguno. Cuando llegaron arriba, la depositó con ternura sobre su capa y derribó la sima para que nada ni nadie saliera de allí.
M. D. Álvarez