Siempre estaba para ella; la consideraba más que una amiga, pero nunca se había atrevido a decirle lo que sentía. No podía tener una relación con ella, y menos siendo su superior. Una mañana, en una de las maniobras, ella no llegó al toque de diana. Él se preocupó; cuando terminaron las maniobras, la buscó en los barracones y la encontró saliendo de la prefectura. Su cara no auguraba nada bueno.
—Hola, Angie, te perdiste el toque de diana. ¿Estás bien? —preguntó él, intuyendo que algo había pasado.
—Mi comandante, no, señor, estoy bien —dijo ella, cuadrándose y saludando marcialmente.
—Déjate de rangos y de saludos, Angie. Tú no estás bien, acompáñame —respondió él, llevándola a la cafetería. La sentó en una silla y pidió un té de jazmín; sabía que era su favorito. Él se pidió un café..
—"Ahora me vas a decir qué ocurre", —preguntó con cautela. —"Te he visto salir de prefectura y no tenías buena cara. ¿Qué ocurre? Ya sabes que siempre estoy a tu lado".
—"Lo sé, Arthur, pero esto no creo que lo puedas solucionar" —dijo, ocultando su rostro entre sus manos—.
—"Puedes pedirme lo que sea, te quiero" —dijo, sujetando sus manos entre las suyas.
Ella lo miró un poco más tranquila. Entre sollozos, le confesó que había sido violada por un general.
Él sintió cómo le hervía la sangre y, con toda la calma de la que fue capaz, le preguntó: —"¿Quién?".
—"Mackinling "—refirió ella, con el rostro oculto entre sus manos.
Continuará...
M. D. Álvarez
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