La higuera, llena de júbilo por tal petición, le concedió diez de los más gustosos frutos de sus ramas a aquel noble ser, que mansamente recogió los frutos maduros de la servicial higuera. Él le ofreció tan dulce manjar que ella no pudo más que agradecer con estas palabras: "Tú, la más noble de los árboles frutales, has sido la única que nos ha ofrecido con gusto sus hijos para que no muramos de inanición. Serás por siempre alabada en nuestras oraciones, noble higuera."
La higuera no cabía en sí de gozo, aunque desconocía el linaje de la extraña pareja. Se sentía rebosante de alegría y de dicha.
La pareja era de noble cuna, pero de diferentes especies: él era un apuesto y aguerrido noble licántropo, y ella era una bellísima princesa humana. Iban en busca de nuevas tierras donde no fueran juzgados por su apariencia.
Él le preguntó a la majestuosa higuera si conocía tierras donde no se juzgara a la gente por su aspecto físico. La higuera había oído que tras el desierto que tenía ante ella crecían montañas y valles llenos de vida joven y dichosa, lugares donde poder coexistir con todos los seres vivos. Él la escuchó entusiasmado. A la mañana siguiente, partieron, dejando a la regia higuera un obsequio sin igual: él poseía un don de extraer agua de cualquier sitio. Había dispuesto un pequeño túmulo de piedra e hizo manar un pequeño manantial que mantuvo a la noble higuera fuera de peligro de morir de sed.
Él cogió a su dulce amada en brazos y se adentró en las abrasadoras tierras de aquel infernal erial. La higuera se quedó pensativa sobre qué llevaría a tan extraña pareja a adentrarse en un infierno sin fin; quizás las palabras que ella le dijo al noble licántropo debieron permitir que cogieran más de sus dorados frutos, pues con tan solo diez no tendrían suficiente para atravesar el infernal desierto.
Una mañana fresca, acertó a pasar al lado de la higuera un hermoso ruiseñor, que entre trino y trino le contó una hazaña acaecida en las regiones allá al otro lado del desierto. La higuera, curiosa, le preguntó qué hazaña era esa.
El ruiseñor había visto a un gran y noble licántropo llevando a una lindísima princesa en sus brazos, protegiéndola del terrible calor. Cuando abandonaron el desierto, ella entregó un hermoso higo dorado a los habitantes de aquellas tierras, que lo recibieron con devoción. Plantaron el tierno higo y lo regaron con el agua que el bondadoso licántropo hizo manar de las montañas..
La dulce higuera lloraba lágrimas de alegría; la noble pareja logró su objetivo, llevando a uno de sus más dulces hijos al otro lado de aquel abrasador desierto.
M. D. Álvarez
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