La larga cola de novicias que se estaba formando alrededor de aquel apuesto joven que dormía al pie de las escaleras del convento. Todas cuchicheaban sobre lo guapo y apuesto que era. Se despertó y se vio rodeado de veinte novicias; estaba sucio y lucía una poblada barba.
La madre superiora se acercó a él, apartó a las novicias y le ofreció una ducha y algo de ropa. "Gracias, madre. Si necesitan un manitas, puedo echarles una mano", dijo el agradecido.
Una vez duchado y con ropa limpia, el cambio fue espectacular. Era un joven atlético y fuerte. "¿Puedo ver ese moratón?", preguntó la madre superiora al percatarse de que él se dolía de un costado.
Él levantó la camisa y dejó ver un gran hematoma. "Eso debe de doler", dijo ella, aplicándole una pomada a base de árnica. "Esto te aliviará."
Si puedo hacer algo por ustedes, solo tienen que decírmelo.
Ahora que lo dices, si puedes echarnos una mano, el otro día entraron unos vándalos y tiraron una gran cruz de madera.
Roble con nuestro Señor. —Eso está hecho —dijo él, dirigiéndose hacia la iglesia. El crucifijo era de casi tres metros, pero él era fuerte y, con un poco de esfuerzo, colocó la gran cruz donde la madre superiora le dijo que estaba.
Le prestaron una de las celdas vacías, así no dormiría en el suelo. Le despertó un ruido brusco y se levantó. Se fue derecho a la capilla y allí vio a un trío de vándalos que estaba destrozando los retablos. Los arrinconó y les advirtió: "Si volvéis a mancillar este lugar sagrado, os sacaré de los huesos a los tres y suplicáis perdón, está claro", rugió.
M. D. Álvarez
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