—"¿Qué te ocurre, mi amor?" —preguntó ella con la delicadeza que la caracterizaba.
—"Nada" —dijo él, lanzando una mirada asesina al grupo que se encontraba repanchingado en el sofá.
—"No, algo te pasa, mi vida" —dijo ella, acercándose suavemente a él. —"Sé cuando te sientes incómodo y ahora mismo pareces un lobo enjaulado" —refirió ella, besándole con paciencia.
—"No quiero preocuparte" —respondió él, aún más enervado; los veía reírse mirando hacia ellos.
— Me voy a enterar y sabes que te lo puedo sacar con ternura "—respondió ella, explayándose con un apetecible beso.
—"Son ellos, no pegan un palo al agua, y soy yo quien tiene que sacar las castañas del fuego". —Termino por estallar, completamente superado por el amor que ella le daba.
Tranquilo, mi rey. Yo los voy a poner firmes. Tú eres mi amor y nadie se atreve a utilizarte si no soy yo. Después te compensaré, mi adorable guardián. Le respondió ella con voz melosa.
En cuanto la vieron dirigirse hacia ellos, salieron escopetados; sabían cómo se las gastaba: era de armas tomar. En lo que se refería a él, era intransigente; nadie podía tocarlo.
—"No huyáis, que es peor, y sé dónde vivís", les grité, saliendo tras de ellos. —"Os vais a enterar si volvéis a mandarle a otra misión, os capó, ¿me oís?"
La oí gritarles. Media hora después, ella volvió con dulce sonrisa y les preguntó: "¿Dónde nos hemos quedado, mi querubín de ojos azules?"
Él la miró como solo él sabía hacerlo, y ella se derritió. Lo cogió de la mano y se lo llevó a su dormitorio. La noche se presentaba intensa y apasionada.
M. D. Álvarez
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