Lo mantenían inmovilizado; a duras penas lograban controlarlo. Solo ella era capaz de pararlo en seco y calmarlo, pero ya no estaba entre los presentes; se la habían llevado a otra habitación. Eso lo puso furioso. Hicieron falta más de treinta seguratas para poder detenerlo y, aun así, no lograron frenarlo. La necesitaba, y ella lo sabía. En cuanto la sacaran de la habitación, no dejaría de luchar.
Uno de los seguratas dijo: "Dejadlo, nada puede atravesar esas paredes; son de acero reforzado".
No lo conocían; su furia iba más allá de la razón, lo que hacía que su fuerza fuera desaforada. Logró hundir la recia plancha, hacer saltar una junta, introducir sus garras y desencajar una de las grandes planchas. Percibió su olor; eso hizo que su rabia se volviera irracional. Ya no solo utilizaba sus garras; usaba sus férreos dientes para abrirse paso. Hasta ella, los seguratas no daban crédito a lo que estaban viviendo y no se atrevieron a plantarse delante de él. Una vez en el pasillo, olfateó el aire y localizó el olor de su ama. Corrió como un loco hasta una gran puerta, arañó y arañó hasta que la puerta se abrió. Allí estaba su dueña, que al verlo se sintió orgullosa. "Aquí está mi pequeñín, ¿pero qué te has hecho?", se arrodilló a su lado y examinó sus garras, que estaban ensangrentadas, y algunos de sus dientes, que estaban mellados. Él estaba feliz; lamía el rostro de su dueña con alegría.
"Está bien, está bien, ven conmigo, cielote", dijo ella con cariño. "Sube aquí, campeón", dijo ella. Lo iba a examinar. El lobo había atravesado una pared de acero reforzado después de que trataran de secarlo. Tenía dos costillas rotas y una posible fractura de mandíbula, pero estaba feliz junto a su dueña, que lo acariciaba con ternura.
"Bueno, te has ganado un buen premio; te lo daré al llegar a casa."
El lobo bajó de la camilla y se situó a su lado. Los dos juntos salieron de los laboratorios; ella abrió la puerta del coche y el lobo entró. Ella se sentó al volante y condujo durante media hora hasta llegar a su pequeño rancho, donde su lobo vivía en libertad. El rancho era su territorio y su dueña, su manada.
—Ven aquí, brutote —dijo ella, sentándose en el sofá. Tenía un plato cubierto, pero él ya sabía lo que había en aquel plato: era un gran bistec de wagyu.
—Tienes que calmarte. Si no, ¿me ves? ¿Qué hubieras hecho si, en vez de acero reforzado, las paredes hubieran sido de hormigón reforzado?
Él se relamía, pero parecía comprender la preocupación de su dueña.
Mientras el lobo devoraba el bistec de wagyu, su dueña lo observaba con una mezcla de alegría y preocupación. Sabía que su pequeño guerrero había pasado por mucho, y aunque la comida lo reconfortaba, había algo más que necesitaba: su libertad.
Después de comer, ella decidió llevarlo a dar un paseo por el rancho. Era un lugar vasto, lleno de prados verdes y árboles que se mecían suavemente con el viento. "Vamos, campeón, es hora de que estires esas patas", le dijo, mientras él movía la cola con entusiasmo.
Al salir al exterior, el lobo respiró profundamente, llenándose de los aromas familiares: la hierba fresca, el barro húmedo y el dulce olor de las flores silvestres. Se sentía en casa. Corrió a su lado, saltando y jugando entre los arbustos, como si cada carrera fuera un pequeño triunfo.
De repente, algo captó su atención. Un ciervo apareció entre los árboles. Instintivamente, se detuvo y se puso en posición, sus instintos primitivos despertando. Ella lo observó con una sonrisa cómplice; sabía que ese era su mundo natural.
"Ve a jugar", le dijo suavemente. El lobo salió disparado tras el ciervo, pero no con la intención de cazar; solo quería sentir la adrenalina recorrer su cuerpo. Era libre.
Mientras corría, ella no pudo evitar recordar lo que había pasado en el laboratorio. Aquellos hombres no entendían lo que había entre ellos; lo veían como un experimento y no como un compañero leal. Su corazón se llenó de determinación. No dejaría que nadie separara a su manada.
Después de unos minutos de juego, el lobo regresó a ella con la lengua afuera y la mirada brillante. Él sabía que siempre regresaría a su lado. Ella se arrodilló y le acarició la cabeza. "Eres increíble", le dijo con una sonrisa.
"¿Vas a volver a estar así de furioso?", preguntó en tono juguetón. Él respondió moviendo la cola como si hubiera entendido cada palabra.
Esa noche, mientras se acomodaban en el sofá bajo una manta cálida, ella pensó en cómo protegerlo mejor en el futuro. Quizás necesitaban un lugar más seguro o incluso un nuevo hogar donde pudieran vivir sin miedo. Mientras acariciaba su pelaje suave, decidió que juntos enfrentarían cualquier desafío que se presentara.
"Siempre estaré contigo", murmuró antes de cerrar los ojos. El lobo se acurrucó junto a ella y pronto se quedó dormido, soñando con grandes aventuras y praderas infinitas.
M. D. Álvarez
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