Con una piruleta como único consuelo y alivio, salieron por la puerta desconchada de la enfermería con caras asustadas, pálidos como la muerte.
Afortunadamente, afuera sus amorosas madres los esperaban, acogiéndolos en cálidos abrazos y colmándolos de besos.
Les decían que habían sido muy valientes y no habían rechistado, ni pataleado al extirparles las amígdalas sin anestesia. Al llegar a casa, otra sorpresa los aguardaba: una tarrina de helado solo para ellos.
El valor demostrado por aquellos chiquillos había sido gratamente recompensado.
M. D. Alvarez
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