Se dirigen en fila india sin emitir sonido alguno, salvo el repiqueteo de sus pies pustulantes al pisar el fango cenagoso del inframundo.
Van al encuentro de sus seres queridos, que al verlos llegar, se encierran en sus casas. Los más afortunados marcan sus puertas con sangre de un cordero, pero los demás no pueden evitar que se lleven a todos sus primogénitos al son del puf puf.
M. D. Alvarez
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