En la congregación donde se reunía con sus amigas, celebraban sus meriendas una vez al mes y discutían sobre lo divino y lo humano.
Las tardes eran épicas; las conversaciones se volvían acaloradas mientras debatían cómo arreglar el mundo. Sin embargo, al final, siempre se despedían con una gran sonrisa.
El padre, aunque a veces un poco molesto, la chinchaba, sabía que lo hacía por su bien. Quería que ella tomara las riendas de su vida y avanzara como uno más en esa congregación de seres especiales.
M. D. Alvarez
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