A la mañana siguiente, su pequeña lo esperaba sentada en la silla. Su madre canturreaba preparando el desayuno; puso cuatro tortitas en el plato de la pequeña y ocho en el de él. Le sirvió un café y siguió canturreando mientras los dos desayunaban.
La chiquilla se levantó antes de terminar.
—Tienes que acabártelo todo —dijo su padre, terminando con la última tortita con miel.
La niñita se sentó y, hasta que no limpió el plato, no se levantó. Todo repitió el padre.
La pequeña se bebió el gran vaso de leche y salió corriendo en dirección a la cuadra. El granjero abrió la cuadra y allí estaba Densie. La chiquilla extendió su tierna manita y le ofreció un azucarillo.
Mientras su padre colocaba la corona favorita de la yegua, después tomó la silla de montar favorita de su adorable niñita y la ató un poco por encima de la cruz, y la dejó caer. Después, ajustó la cincha y subió sin esfuerzo a su preciosa hijita. Ajustó los estribos a la medida de su pequeña, después le colocó el bocado y entregó las riendas a su angelito, que lo miraba con admiración y un brillo especial en su mirada.
—¿Vienes conmigo, papi? —pidió su hijita.
—Claro que sí, tesoro mío. Voy a ensillar a Agnus y daremos una vuelta hasta el arroyo.
La adorable jovencita vio cómo su padre sacaba a Angus, un precioso caballo shira de color tordo. Lo ensilló y se subieron los dos al saloon de la cuadra y se acercaron al porche, donde ella los esperaba con unas alforjas.
—Os he puesto unos bocadillos y un par de cantimploras —dijo con una gran sonrisa—. No volváis tarde —dijo despidiéndose.
Los dos se alejaron en dirección al prado sur, por donde transcurría un pequeño arroyo. Al llegar, ató a Angus a la rama de un gran roble y bajó con delicadeza a su benjamina, atando a Densie a la rama del roble. Tendió una manta, abrió las alforjas, sacó dos bocadillos y se sentaron a comer. La jovencita recogió flores en el prado e hizo una corona con flores que colocó a su padre.
Hubo un crujido y los caballos se asustaron; Angus coceaba.
—¿Angus, qué pasa, chico? —preguntó el granjero.
—Lilit, ven, debemos volver —dijo Izado a su angelito, a la silla de Densie. De pronto, un gran rugido: un gran puma se acercaba.
—Lilit, debes volver; yo iré detrás tuyo —dijo el granjero, golpeando la grupa de Densie.
Angus estaba muy alterado y se soltó de la rama. Antes de que el granjero lograra subirse, huyó en dirección a la granja. Lilit se aferró fuertemente a las riendas y azuzó a Densie. Al llegar a la granja, Lilit llamó desesperada a su madre, que salió asustada.
—¿Y tu padre? —preguntó ella, bajando a su angelito, que solo acertaba a decir: "dijo que venía detrás de mí".
—¿Dónde estabais? —preguntó desesperada.
—En el arroyo, cerca del gran roble —dijo la chiquilla.
—Lilit, quiero que me esperes en casa; yo voy a buscar a tu padre.
Soltó los estribos y se subió a la yegua, que emprendió una veloz carrera hasta el gran roble junto al arroyo. Lo que vio al llegar la horrorizó: un gran puma yacía sobre el cuerpo de su marido. Corrió hacia aquella bestia, que seguía inmóvil, y se fijó en que tenía un gran cuchillo de monte incrustado en las costillas. Empujó con todas sus fuerzas al pesado animal.
El granjero tenía graves heridas, pero seguía con vida. Hizo acopio de todas sus fuerzas, trajo a Densie e hizo que se tumbara al lado del granjero. Primero pareció reacia.
—"Densie, sigue vivo, él te ha cuidado desde que naciste, se lo debes", dijo ella.
Densie pareció entenderla y se tendió al lado del granjero. Ella lo acomodó sobre el lomo de la yegua y la hizo levantarse. Se subió y volvió a la granja, donde Lilit esperaba que volvieran. Cuando oyó ruido afuera, miró por la ventana y vio a su madre que traía un cuerpo sobre la grupa de su hermosa yegua.. Salió a coger las riendas.
—"Lilit, quieto, que lleves a Densei al establo, la cepilles y le pongas heno. Cuando te llame, vienes, ¿me has oído?", preguntó su madre.
—¿Papá? —preguntó la chiquilla.
—Está vivo, pero debo de coserlo y cauterizarlo. Así que haz lo que te dijo.
La granjera bajó el cuerpo todavía inmóvil del granjero y lo metió en la cabaña. Lo tendió en la cama con el mismo cuchillo que él utilizó para acabar con la vida del gran puma, lo puso al fuego y cauterizó las aterradoras heridas, cosió los músculos desgarrados y lo vendó. Seguía inconsciente, pero estaba vivo. Llamó a Lilit, que corrió a casa.
La pequeña había limpiado lo mejor que pudo la sangre de la grupa de su yegua.
Pasaron cuatro días hasta que el recio granjero se despertó y las vio a las dos dormidas, una a cada lado.
Estaba vivo y de regreso con su familia; no podía pedir más.
M. D. Álvarez
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