Cubierto bajo aquella gruesa capa, un rudo cazador esperaba sentado bajo un firmamento cuajado de estrellas que auguraba una noche especialmente helada. Había tenido que salir del calor del hogar para dar caza a un terrorífico puma de gran tamaño que había bajado de la montaña para atacar a su ganado. Había matado ya a dos vacas y las había arrastrado hacia el monte. Angus se sintió enfadado; sus perros no tuvieron la oportunidad de pelear, el puma se los merendó como si nada.
Pero su determinación era tal que lo esperaría y terminaría con él o moriría en el empeño.
Hacia las 4 de la madrugada, un leve crujido lo alertó: algo se acercaba por su derecha. No movió ni un músculo hasta que una gran sombra pasó por su lado; era una bestia enorme y avanzaba con tal delicadeza que apenas se percibía un leve roce sobre la superficie del suelo..
Angus se desprendió de su gruesa capa y, armado con tan solo un puñal, saltó cual pantera sobre el lomo de aquel puma gigantesco que se revolvía intentando derribarlo. Pero Angus era fuerte, se agarró con destreza y comenzó a apuñalar al puma sin contemplaciones. Su ferocidad se fue convirtiendo en ira desesperada; aquel puma le había arrebatado a sus dos mejores vacas y no se lo iba a consentir.
En el último estertor de vida que le quedaba al puma, se revolvió y asestó un desgarrador zarpazo sobre el pecho de Angus, que no tuvo tiempo de esquivar. Mientras el puma exhalaba su último aliento, Angus no sentía ningún dolor; la adrenalina lo motivaba y evitaba que sufriera un colapso. Hizo una hoguera y colocó su puñal sobre las llamas, y cuando estuvo al rojo, lo aplicó sobre los desgarros producidos por la zarpa del puma. Como pudo, aplicó un emplasto de arcilla roja y cayó rendido. A la mañana siguiente, se encontraba cubierto por su gruesa capa; le dolía todo, pero ya era hora de regresar al hogar junto a su mujer e hijas. Le llevó volver tres días, ya que antes debía despellejar al aterrador puma; sería una bonita manta para su mujer.
M. D. Álvarez
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