Cuando la piel de toro estaba poblada por gigantes, hubo uno que, por amor, creó un mar interior. Este mar, en la actualidad, recibe el nombre de Mar Menor, pero sigamos con la historia.
El gigante al que llamaremos Iberión cuidaba del rebaño de los bueyes lunares que su amada madre le entregó para aparentar en la brava tierra de la piel de toro. Era un hábil pastor y diestro cazador. Un buen día, su corazón se inflamó de amor al ver a una grácil y dulce giganta a la que llamaremos Tanit.
—Oh, noble Iberión, tú que cuidas de los rebaños lunares, ¿me harías el honor de crear una gran albufera para que pueda solazarme? —dijo la bella Tanit.
Iberión, obnubilado por la hermosura de Tanit, respondió: —Por mi noble linaje, lo haré, pero antes debo guardar el rebaño de plata, pues no he de incurrir en una falta grave ante mi amada madre.
—Mi buen Iberión, esperaré lo que haga falta. No te deseo mal alguno; es más, si eres capaz de crear una gran laguna, seré tuya para siempre.
Iberión cada atardecer, cuando la luna plateada comenzaba su viaje, guiaba a los bueyes lunares a través de las llanuras y colinas de la piel de toro. Su labor era sagrada, y aunque su amor por Tanit era intenso, su sentido del deber hacia su madre era aún mayor.
Las lunas pasaron. Iberión, con astucia y fuerza, reunió a todo el rebaño en una vasta llanura cerca de la costa del Mesogeios Thalassa. Allí, con un susurro ancestral, los bueyes de plata se durmieron bajo la luz de la amada madre de Iberión, Malac, transformándose en suaves dunas de arena blanca que brillaban con un destello lechoso.
Malac aceptó el regalo de su querido hijo Iberión; ahora, sus plateados bueyes pastarían unidos en las suaves y delicadas dunas.
—Mi bienamado hijo Iberión, tu estirpe será bendecida con fortaleza indómita y conquistadora; poblarán vastas tierras allende los mares, profetizo Malac.
Cuando su deber cumplió, regresó junto a Tanit, que lo esperaba con paciencia junto a la costa más levantina. Al verlo llegar, se erguió con su grácil figura, lo rodeó con sus amorosos brazos y dijo: —Terminaste tu tarea, mi bravo Iberion. Si te es grato, complacería ahora.
—¡Por ti, Tanit! —rugió, y su voz retumbó como un trueno.
Iberión se alzó, tomó impulso y, de un titánico golpe, descargó un colosal impacto contra la tierra. El suelo se abrió con un estruendo ensordecedor, creando una profunda herida en la hermosa piel de toro. Luego, con su honda, arrancó inmensas rocas de las montañas cercanas y las lanzó al mar, creando una barrera de islas que frenó el ímpetu del Mesogeios Thalassa. Las aguas, contenidas por el nuevo cordón de islas, comenzaron a fluir por la herida de la tierra, llenando la vasta llanura entre las dunas de plata y la nueva barrera natural, formando el Nacarum Stagnum.
— Mi amado Iberión me ha concedido aquello que te pedí: seré tu esposa y te concederé hijos e hijas que poblarán esta hermosa tierra", dijo Tanit, sumergiéndose en las cálidas aguas de aquel precioso Nacarum Stagnum.
Esta gran extensión de mar recibió este nombre por los reflejos nacarados que la luz de la diosa Malac esparcía cada noche al alzarse en los cielos y era reflejada de forma prístina sobre las aguas del Nacarum Stagnum.
Junto a Tanit, Iberión fue padre de centenares de hijos e hijas que poblaron el vasto territorio que se extendía desde el Mesogeios Thalassa en todas direcciones, dando comienzo a la historia de un pueblo indómito que conquistó la vasta tierra de piel de toro. Durante milenios, se expandió como la espuma, colonizando más allá de los confines de la tierra, allende el gran Océano.
M. D. Álvarez
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