sábado, 28 de septiembre de 2024

Una sola gota. Segunda parte

El geco, con sus patitas diminutas, exploraba cada rincón de su árido hogar. A veces, se detenía para observar las dunas ondulantes, como olas de arena dorada. Su piel brillante reflejaba los destellos del sol, y sus ojos curiosos escudriñaban el horizonte en busca de señales de vida.

Una noche, mientras la luna ascendía en el cielo, el geco notó algo inusual: una pequeña flor solitaria emergiendo de la arena. Sus pétalos eran de un rosa pálido, y su fragancia embriagadora llenaba el aire. El geco se acercó con cautela y bebió el rocío que se acumulaba en las hojas. Aquella gota de vida le proporcionó una energía renovada.

Decidió quedarse junto a la flor, protegiéndola de los vientos abrasadores y las tormentas de arena. Con el tiempo, más flores brotaron a su alrededor, y el desierto se transformó en un oasis secreto. El geco se convirtió en su guardián, y las gotas de rocío se multiplicaron, permitiéndole sobrevivir y prosperar.

Así, en medio de la aridez, el pequeño geco encontró en su compañia un propósito: ser el vínculo entre la vida y la sequedad, un recordatorio de que incluso en los lugares más inhóspitos, la esperanza florece.

M. D. Álvarez 

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