Él, con su fortaleza inquebrantable, soportaba los embates del mundo exterior. Los golpes, como notas discordantes, se estrellaban contra su armadura. Pero ella, con sus ojos llenos de ternura y amor, era su refugio. Cada mirada suya era un bálsamo, cada caricia un acorde que sanaba las heridas invisibles.
Las otras parejas observaban con envidia. ¿Cómo lograban mantenerse tan cerca sin perder su esencia? ¿Cómo podían ser tan fuertes y vulnerables al mismo tiempo? Pero ellos no se preocupaban por las miradas ajenas. Su mundo estaba lleno de melodías secretas, de risas compartidas y de silencios que hablaban más que las palabras.
En las noches, cuando la luna se asomaba tímidamente, ella acunaba su cabeza en su regazo. Él cerraba los ojos y escuchaba el latido de su corazón, sincronizado con el suyo. No necesitaban palabras para entenderse. Sus almas se comunicaban en un idioma ancestral, más antiguo que el tiempo.
Así pasaban los días, entre risas y suspiros, entre abrazos y promesas. La música los envolvía, los elevaba a un plano donde solo existían ellos dos. Y aunque el mundo seguía girando, ellos permanecían inmóviles en su pequeño universo de amor.
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