viernes, 10 de octubre de 2025

Navidad en la casa encantada. 2da parte

La gran puerta de madera tallada se cerró tras nosotros con un chirrioso crujido que resonó por el vestíbulo. A pesar de la opulencia de la casa, con sus techos altos y sus detalles neoclásicos que mi abuelo Víctor tan cuidadosamente había diseñado, una fría sensación de desasosiego nos envolvió al instante. Era como si el aire mismo estuviera cargado de una tristeza antigua y un mal latente. Mi padre, un hombre pragmático, intentó encender las luces, pero los interruptores no respondieron. Solo la tenue luz del atardecer invernal, filtrándose a través de los ventanales emplomados, iluminaba el interior con un resplandor fantasmal.

—"Qué extraño", murmuró mi madre, abrazándose a sí misma. —"Pensé que el servicio ya habría preparado todo para nuestra llegada."

Pero no había rastro de nadie. El silencio de la casa era pesado, solo roto por el eco de nuestros propios pasos sobre los suelos de mármol. Habíamos llegado esperando el bullicio navideño, el aroma a pino y a dulces, pero en su lugar, la Casa Maestre nos recibió con una quietud sepulcral que helaba la sangre.

Mi hermana pequeña, Angie, una niña de solo siete años, se aferró a la mano de mi padre, sus ojos grandes y asustados explorando las sombras que danzaban en los rincones. 
—"Papá, tengo miedo", susurró. —"Esta casa es muy oscura."

Mi padre la levantó en brazos, intentando parecer más seguro de lo que se sentía. —"No te preocupes, cariño. Debe ser solo un problema con la electricidad. Una vez que la arreglemos, la casa estará llena de luces y alegría navideña."

Pero los cuatro sabíamos que no era solo la falta de luz lo que nos inquietaba. Aquella sensación de agobio que mencioné, la habíamos sentido todos. Mi abuelo siempre había hablado de cómo la casa había sido construida sobre un terreno con una historia aún más antigua, un lugar donde, según las habladurías locales, algo oscuro había yacido dormido durante siglos. Los planos antiguos que él encontró, ¿serían la clave de este enigma? ¿Habría despertado mi abuelo, sin saberlo, algo al edificar sobre aquello?
Mientras mi padre buscaba la caja de fusibles, mi madre y yo nos adentramos un poco más en el salón principal. La chimenea estaba fría, los muebles cubiertos con sábanas blancas que parecían sudarios. De repente, un objeto en el suelo llamó mi atención. Era una pequeña muñeca de porcelana, con los ojos vidriosos y una sonrisa inquietante. Su vestido estaba rasgado y sucio, como si hubiera sido arrastrada. No recordaba haber visto nada parecido en el inventario de la casa. Al agacharme para recogerla, sentí una punzada helada en la punta de mis dedos, como si la muñeca desprendiera una energía gélida.

Justo en ese momento, un estruendo metálico resonó desde el piso de arriba, seguido de un crujido de madera. Era un sonido pesado, como si algo grande y antiguo se hubiera caído o arrastrado por el suelo. Sofía soltó un grito ahogado.

—"¿Qué fue eso?", preguntó mi madre, su voz apenas un susurro.

Mi padre apareció en el umbral del salón, su rostro pálido. —"No hay fusibles. Parece que la instalación eléctrica está completamente muerta. Tendremos que usar las linternas y las velas que traje."

Pero antes de que pudiera sacar la linterna de su mochila, las ventanas del salón se abrieron de golpe, una ráfaga de viento helado barriendo la habitación y apagando la poca luz que quedaba del exterior. La muñeca de porcelana se deslizó de mis dedos, cayendo al suelo con un tintineo lúgubre. En la oscuridad casi total, juraría que sus ojos de cristal me siguieron mientras caía.

Y entonces lo escuché, un leve susurro que parecía venir de las paredes mismas, un sonido apenas perceptible que decía mi nombre. No era la voz de mi familia. Era algo más antiguo, más frío, y lleno de una malicia que me erizó los cabellos de la nuca.
Estábamos solos en la Casa Maestre, y las Navidades que habíamos soñado se estaban transformando en una pesadilla de la que, quizás, nunca despertaríamos. El ente maligno al que mi abuelo había aludido en sus cartas se había apoderado de nuestro hogar navideño, y ya no había vuelta atrás.

Yo apenas tenía cuatro años y me aferré a la temblorosa mano de mi hermana Angie, que, armándose de valor, se arrodilló a mi lado y me estrechó con dulzura.

—Marcos, no pasa nada, solo es una casa vieja.  

Pero yo había escuchado claramente cómo las paredes susurraban mi nombre.

M. D. Álvarez 

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