Sólo uno de aquellos rostros le transmitía una sensación de calma. Ella le contaba cómo habían vencido a los valakianos, pero detectó un rictus de dolor.
—¿Estás bien? —le preguntó temeroso.
Ella se asustó; creía que no podía comunicarse. ¿Estás ahí? La oyó preguntarle.
—Claro que estoy aquí, es que no me ves —preguntó el suspicaz.
—Mi vida... El resto de sus compañeros la apremiaron a que no le contara nada.
Los médicos acudieron presurosos; no era posible que aquel cuerpo totalmente destrozado pudiera tener constantes cerebrales. Y, sin embargo, ahí estaba el encefalograma; era incuestionable: sus ondas delta, theta, alfa, beta y gamma parecían cordilleras dentadas. Seguía vivo, pero, ¿cómo?
Las caras de sus amigos se tornaron aterrorizadas; no comprendían cómo su amigo lograba soportar todo aquel dolor. Pero él no sentía nada, ni siquiera cuando ella puso su mano sobre su pecho.
—¿Qué ocurre? ¿Por qué no siento nada? —dijo visiblemente asustado—. No puedo moverme. ¿Por qué me habéis inmovilizado?
—Bhalder, no te hemos inmovilizado —comenzó a contarle Sigril, pero...
—¿Pero qué? —quiso saber él.
Pusieron un gran espejo para que pudiera comprobar por qué no tenía dolor.
Su cuerpo, prácticamente destrozado, estaba suspendido del techo en una cabina de aislamiento donde la ECMO lo mantenía con vida.
—¿Qué ha ocurrido? —seguía sin dar crédito a lo que estaba viendo.
—Fue un accidente. Te interpusiste en la trayectoria de una gran bola de fuego ocasionada en un accidente; viste que había vidas en juego y te arriesgaste.
Algo cruzó por su mente: un flashback. Vio la onda de choque que lo golpeaba, pero aquellos niños se salvaron.
—¿Los niños están bien?
—Sí, los protegiste con tu cuerpo —dijo apesadumbrada Sigril—.
Todavía no concibo cómo sigues con vida. Tu corazón es fuerte y noble, y tienes unas ganas feroces de vivir. .
M. D. Álvarez
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