Su piel, ahora entretejida con la piel impenetrable de su tótem, el lobo amado de luna e hijo de las sombras, brillaba a la luz del crepúsculo como un blindaje vivo. Donde antes había un guerrero, ahora se alzaba una gigantesca criatura de músculo y furia, con colmillos que eran espadas y unos ojos que ardían con el fuego dual de la estrategia humana y la sed animal de victoria.
Con un aullido que no surgió de su garganta, sino de las profundidades de la tierra, cargó. No hacia la puerta, una obviedad que esperarían defender, sino hacia la base misma de la muralla, justo debajo de la posición de los arqueros. Sus manos, ahora garras de fuerza incontenible, se clavaron en la piedra como si fueran arcilla seca. Los defensores sintieron el impacto a través de los cimientos, una vibración siniestra que les heló la sangre.
Continuará...
M. D. Álvarez
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