Se convertiría en el orgullo y favorito de las masas, el campeón de su mundo, pero él solo quería ser su campeón; no deseaba luchar por nadie más que por ella.
Cada vez que entraba en el circo romano, debía demostrar su valía como campeón. Por suerte, con cada victoria le seguía un justo premio: las amorosas manos de su amada lo colmaban de atenciones, cosían sus heridas y lo mimaban con dulzura.
No concebía la posibilidad de perder; si fracasaba, ella sería para otro, y no podía consentir que alguien más disfrutara de sus dulces cuidados, sus tiernos besos y del calor de su piel.
Una mañana, ella lo despertó con dulces besos, susurrando que había sido solo una pesadilla. Acariciaba su piel con suaves dedos, logrando tranquilizarlo. "Tú serás mi campeón, pase lo que pase; mi cuerpo te pertenece solo a ti, mi rey," le dijo con una voz suave como la seda. Colmándolo de ternura y caricias delicadas, logró que él volviera a dormir en un sueño más plácido y sin sobresaltos.
M. D. Álvarez
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