La pelea fue salvaje y cruel. El oso desgarró su piel de un gran zarpazo y trató de morderle en el cuello, pero a pesar de su corta estatura, logró ganarle la espalda. Al dantesco oso le dio tal dentellada en la yugular, seccionándosela, y siguió lanzándose dentelladas hasta que su sed se fue apaciguando. Con cada dentellada iba saciando su sed; su cuerpo, bañado en sangre, se sentía pletórico, lleno de vida, vigoroso y satisfecho. Debía volver a su lado antes de que lo echara de menos.
Continuará...
M. D. Álvarez
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