A los cazadores solo les interesaba un macho grande y fuerte para sus salvajes entretenimientos; lo obligarían a pelear con otras fieras para su disfrute. Uno de aquellos cazadores se percató de su mirada y se encaminó hacia la entrada de la lobera.
Eso lo enfureció, haciendo que los grilletes se tensaran sobre su piel. Hasta saltar y sorprender a los cazadores, el licántropo atrapó al cazador que estaba a punto de entrar en la lobera, despedazándolo.
Después, dirigió su furia hacia los otros dos cazadores, que estaban sorprendidos por la fortaleza de aquel licántropo y no hacían más que cargar sus armas. El fiero hombre lobo cogió el fusil de uno de los cazadores y lo utilizó como porra, destrozando a porrazos a los cazadores.
Cuando ya no hubo peligro, arrojó el fusil y se encaminó a la entrada de la lobera. Con un leve gruñido, llamó a su hembra y cachorros. Ella, al ver los rasguños sobre la piel desgarrada por el esfuerzo, lo lamió tiernamente con delicadeza. Él permanecía inclinado con la oreja sobre el vientre de ella; ahí estaba el latido fuerte de otro cachorro por nacer.
Se alzó y lamió dulcemente el rostro de su adorada. De pronto, sus tres pequeños salieron correteando alrededor de su padre. Ella pareció sonreír; sabía que tenían que dejar aquellas colinas y buscar otro territorio antes de que naciera su cuarta bestezuela.
M. D. Álvarez
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