El leve crujir de la viga de la que cuelga su padre. Todavía
lo oía aún después de haberlo descolgado. Se sentía culpable por no llegar a
tiempo, y el crujido era un rum rum constante que le martilleaba la cabeza.
Se armó de valor, cogió el hacha y destrozó la viga, pero el
crujido persistía. Así que subió a piso de arriba, llamó a la puerta y una
dulce ancianita le abrió, tras ella el crujido… ¡Una mecedora!
© M. D. Álvarez
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