Por el horizonte se aproximaban unos dantescos nubarrones negros y, con muy mala pinta, debía finalizar los trabajos que todavía le quedaban por realizar en la granja. Había recogido el heno, cogido las gallinas con su territorial gallo, metido el ganado en el recio establo y lo cerró para que sus animales no se escaparan. Se subió en su recio caballo de tiro y se encaminó al trote hacia su cabaña, donde su preciosa esposa lo esperaba para cenar.
Los nubarrones iban en aumento; comenzaba a diluviar cuando llegó a su cabaña. Metió su caballo en la cuadra y la cerró, dirigiéndose a la entrada de la cabaña. Se descalzó y dejó las botas bajo el porche. Entró y la vio tan adorable, con su vestido beige y su delantal de un blanco inmaculado, que no se atrevió a abrazarla. Venía calado hasta los huesos.
—"Tienes un baño caliente y ropa seca en el dormitorio, mi vida" —dijo al verlo empapado.
Él la amaba con verdadera devoción; ella cuidaba de él con tal dedicación que, con solo mirarle a los ojos, sabía si ocurría algo.
—“Ocurre algo”, —dijo, viendo el rostro de circunstancia.
—“Creo que la tormenta que se avecina será aterradora y dantesca”, —respondió él, dirigiéndose al dormitorio donde la bañera humeaba. Se desnudó y se metió en el agua caliente, destensando su férrea musculatura.
—“Cielo, ¿corremos peligro?”, —preguntó ella desde la cocina.
—"No lo creo. Utilicé los robles más fuertes y resistentes de la región para crear unos cimientos firmes. No hay tormenta ni huracán que pueda mover un ápice esta cabaña —respondió él, saliendo de la bañera. Cogió la toalla y se secó, vistiéndose seguidamente.
Se sentaron a cenar y estalló sobre ellos un atronador trueno, seguido de un torrencial aguacero. Ella lo miró con preocupación, pero al ver que él seguía cenando sin inmutarse, dejó de temer a la tormenta.
Después de cenar, él se quedó leyendo una primera edición de *La divina belleza de las matemáticas*, de Gary B. Meisner.
—"No tardes mucho, mi amor "—dijo, besándolo con ternura.
Hacia las doce de la noche, dejó el libro y se fue a dormir. Acostado a su lado, observaba la gracia y belleza de su esposa: su cabello ensortijado, sus deliciosas pecas... era perfecto. Colocó un mechón de pelo que le caía sobre su maravilloso rostro con delicadeza y se durmió.
Se levantó a las 4 de la mañana; debía ordeñar a las vacas. La tormenta había pasado, se vistió y salió. El ambiente estaba cargado de humedad. Se calzó y cogió su caballo; se encaminó al granero, que distaba tres kilómetros. En cuanto llegó, se dio cuenta de que algo iba mal: la puerta estaba descerrajada. Dentro, los aterradores mújidos de sus tres vacas lo alertaron. Se dirigió al granero y cogió una de las orcas. Lo presenciado por él lo asustó, pero no lo arredró; debía enfrentarse a aquella criatura, que era una mezcla de un ser informe con apariencia aterradora y un reptil con una férrea cola.
Se volvió al notar su presencia y, sin mediar aviso, se abalanzó sobre él, que lo ensartó con la orca. El ser, al verse herido, quiso huir, pero no sabía con quién se las estaba viendo. Lo ensartó tan brutalmente que lo clavó en la pared del establo.. Comprobó que aquello estaba muerto y fue a ver a sus tres vacas una de ellas la que estaba preñada habia sido destripada el feto devorado por completo la vaca aun estaba viva y no tenia remedio saco su cuchillo y lo hundió de un fuerte golpe en el cranea de la noble vaca que lo.miraba suplicsnte.
—"Lo siento, Vecky, pero he cazado al que te hizo esto", dijo a la oreja de la agonizante Vecky.
La cubrió con una lona y sacó al resto del ganado a que pastara. Con una pala hizo una zanja al lado de un gran manzano donde solía darle dulces manzanas a Vecky. Cargó con los 300 kilos de carne y la enterró junto al árbol.
Cuando hubo terminado, se dirigió al establo y desclavó al extraño ser, envolviéndolo en unos plásticos. Lo cargó sobre el hombro y se subió al caballo. Se dirigió a la cabaña; ella se sorprendió al verlo llegar.
—"¿Qué ha ocurrido?" —preguntó temerosa al ver el rostro de él bañado en sangre.
—"Ha matado a Vecky" —dijo, arrojando al aterrador ser a tierra.
—"Mi dulce Vecky" —sollozó ella.
M. D. Álvarez
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