El aire era espeso; denso, podría cortarse con un machete. Habían logrado descender a la tumba más antigua del imperio sumerio, más exactamente, la tumba del rey mítico Gilgamesh, el héroe hijo de la diosa Ninsu y de uno de sus novicios llamado Lillah.
En una de sus correrías, el joven héroe se topó con multitud de criaturas que ni nos podríamos imaginar que existieran en los orígenes de la civilización sumeria.
Su tumba era fastuosa y albergaba un gigantesco sarcófago de oro y plata en una de las cientos de criptas que contenía tan grande mausoleo. Todas las criptas estaban ricamente decoradas en vivos colores con las hazañas del hijo de Ninsu. Pero había una diminuta cripta donde los motivos de decoración eran infantiles, con ilustraciones de juegos de niños. Podía tratarse del joven Gilgamesh y su buen amigo Enkidu. En ella se guardaba un precioso objeto que, al parecer, el joven Gilgamesh regaló a su buen amigo Enkidu: un pequeño caballo de oro y marfil..
Seguimos recorriendo las criptas, cada cual más suntuosa y ricamente ornamentada, hasta llegar a la última, en la que se encontraban cuatro sarcófagos. Uno de ellos, de un tamaño ciclópeo, tenía una efigie de un gigante barbado con ojos azules, lujosamente tallada en oro y plata. Era el gigante Gilgamesh
Un segundo sarcófago, de una hermosura sin parangón, pertenecía a la esposa de Gilgamesh, la diosa Inanna, y estaba realizado en jade y esmeralda.
El tercer sarcófago era el de su amado hijo Ur-Nungal, labrado en arenisca roja.
El cuarto sepulcro era casi tan grande como el de Gilgamesh; estaba labrado en jaspe y lapislázuli, y si os lo imagináis, sabréis quién está enterrado en él: Enkidu, el amado hijo de Aruru, la diosa de la tierra.
La última cripta representaba los verdaderos orígenes de la primera dinastía mitológica de la civilización sumeria. Las paredes recogían toda la historia del nacimiento, vida y muerte de un dios en vida, sus anhelos, trifulcas y vicisitudes varias.
Continuará...
M. D. Álvarez
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